El texto de Ricardo es una reflexión en la que sus recuerdos vitales se presentan en el contexto de la utopía de quienes pensamos que podíamos cambiar el mundo y que teníamos los instrumentos para hacerlo.
La buena vida
Las utopías sobre la felicidad de los seres humanos se han expresado de diversas maneras, pero todas tienen un elemento común: la búsqueda de la buena vida. Y desde los diálogos socráticos, la buena vida es el arte de conjugar virtuosidad con riqueza. La riqueza es una condición necesaria, pero no suficiente, para alcanzar la felicidad†. Sabemos qué es la riqueza, pero tenemos muchas interpretaciones sobre el significado de la virtuosidad. En cada sociedad y en cada coyuntura vamos precisando el contenido de una vida virtuosa. Gabriel Restrepo, en su presentación
del libro de Ricardo, rescata las virtudes de la parsimonia, la prudencia y la perseverancia.
En el siglo XIX los economistas estaban empeñados en la “gran búsqueda”, como la llamó Sylvia Nasar*. Trataban de encontrar la forma en que el desarrollo económico se podría expresar en mejores condiciones de vida para la mayoría de la población.
Aquellos economistas criticaron la ley de pobres porque decían que, en lugar de administrar limosnas, se debía buscar que no hubiera pobres. Para Marshall, “… la locura de la ley de pobres es la peor amenaza de la historia de Inglaterra”. Y más adelante agrega: “… los reformadores de la ley de pobres escogieron un remedio cruel”. Y remata con ironía: “… cada nación elige tener los pobres que decide financiar”.
Por aquellos años, Mill† propone la causalidad circular entre desarrollo y libertad. Una nación es más libre, dice, si es más desarrollada y, a su vez, es más desarrollada si es más libre. La versión moderna es de Sen‡, quien recupera esta idea y muestra que las personas son más libres si amplían el espacio de sus capacidades, de tal manera que puedan llevar a cabo el tipo de vida que consideran valioso.
En su Crítica al Programa de Gotha, dice Marx:
“En la fase superior de la sociedad comunista —después de que se haya superado el sometimiento del individuo a la división del trabajo, y se haya desvanecido la antítesis entre el trabajo mental y físico—, el trabajo no será solamente un medio de vida, sino la prioridad de la vida. Las fuerzas productivas irán a la par con el desarrollo de los individuos, y fluirán de manera abundante los mecanismos para compartir la riqueza. Solamente en este momento se superará el horizonte estrecho de los derechos burgueses, y la sociedad entera podrá anunciar su nuevo mensaje: cada uno de acuerdo con sus capacidades, y a cada uno según sus necesidades!”§
Hace casi 100 años, cuando Keynes publicó Las posibilidades económicas de nuestros nietos, imaginaba una sociedad en la que las necesidades básicas de todos los seres humanos estuvieran resueltas. La humanidad se encontraría libre de las preocupaciones materiales esenciales.
“Mi conclusión es que dentro de cien años, asumiendo que no haya guerras importantes ni aumento significativo de la población, el problema económico podría resolverse, o que por lo menos su solución podría estar al alcance. […] Por primera vez desde la creación, el hombre se enfrentará con su problema real, su problema permanente: cómo usar su libertad respecto de las preocupaciones económicas, cómo ocupar su ocio —que la ciencia y el interés compuesto habrán ganado para él— para vivir sabia, agradable y bien”*.
Ricardo, como mesías
En cierta forma hemos tenido claro el punto de llegada. Lo absolutamente novedoso de la utopía de la primera etapa de la vida de Ricardo —y de la vida de gran parte de los que estamos aquí— es que, además de tener claro el ideal, también pretendíamos conocer el camino para lograrlo. Obviamente había diferencias en las modalidades específicas del tipo de revolución, pero todas las vertientes de los diferentes grupos políticos ofrecían un camino. Había una clara dimensión teleológica. Desde el ¿Qué hacer? de Lenin† se proponían caminos. No solo se diseñaban fines, sino que también se prefiguraban los medios.
Ricardo recuerda aquel mensaje del Che: “¡Crear dos, tres, muchos Vietnam!”. Y aquellas consignas: “Libertad o Muerte”. Y, en la versión del ELN, Nupalón: “Ni un paso atrás, liberación o muerte”.
Varias frases de Ricardo ponen en evidencia su profundo mesianismo, expresado en la convicción de conocer el destino final y en el llamado de la historia a ser un sujeto indispensable del proceso de redención:
- “La utopía para un joven provinciano no solo consistía en transformar el mundo, sino en convertirse en el sujeto de cambio que pudiera hacer posible esa transformación” (p. 55).
- “Mi formación estuvo guiada por una concepción de la utopía que abarcaba dos dimensiones fundamentales: cambiar el mundo y, simultáneamente, construir un sujeto capaz de habitar y sostener ese mundo transformado” (p. 58).
Era tan clara su responsabilidad mesiánica que dudó en aceptar la beca para México. De alguna manera sentía que, sin él, podría fracasar la revolución en Colombia:
“Aceptar la beca significaba transitar una línea delgada entre la coherencia ideológica y la necesidad de formación” (p. 83).
Ricardo y la catalaxia
Este ideal mesiánico se va rompiendo. Se juntan numerosas realidades. Y la revolución no fue una fiesta. El drama de Camilo, su muerte en la guerrilla, las dificultades de construir el Frente Unido, las disputas interminables al interior del trotskismo, las sospechas sobre los abusos de la dictadura stalinista… Y el reconocimiento doloroso de que:
“… algo se quebró en nuestro círculo cuando conocimos del asesinato de Raquel Mercado. Largos silencios, indignación por la brutalidad de su muerte y la certeza de que con ella caía también una parte de nuestra fe en la lucha armada” (p. 80).
En esta segunda etapa, el lenguaje de Ricardo cambia. Podría calificarse este momento como cataláctico. Hayek define así la catalaxia:
“… el término catalaxia lo usamos para describir el orden que resulta de la interacción de numerosos individuos en el mercado. La catalaxia viene del verbo griego katallattein (o katallassein), que quiere decir no solo ‘intercambiar’, sino también ‘admitir en comunidad’ y ‘cambiar de enemigo en amigo’”*.
La interacción de los individuos en el mercado lleva a resultados inesperados. Y estos procesos colectivos son posibles si se realiza el intercambio, para lo cual es necesario que el enemigo pase a ser amigo. En este mismo contexto, La acción humana, de Mises†, fue escrita cuando Stalin estaba en su apogeo. Y en Comprensión y política, Arendt‡ recuerda que la obligación de los seres humanos es intentar entender un fenómeno tan complejo como el totalitarismo. Y en ese proceso, dice, es necesario aceptar dos conclusiones dolorosas:
- Nunca entenderemos plenamente el totalitarismo.
- Siempre habrá nuevas modalidades de totalitarismo. Basta ver la acción conjunta de Israel–USA en el genocidio de Gaza.
Ricardo acepta la catalaxia en dos sentidos. Primero, reconoce que nadie puede prefigurar el futuro. Y, segundo, acepta que los cambios no dependen de sujetos brillantes, sino de transformaciones progresivas de la sociedad.
Rechaza así la linealidad del historicismo marxista. Esto se refleja muy bien en su reflexión sobre la ciudad, entendida como un “caos organizado”. Sus preguntas adquieren otro sentido:
“… más allá de los modelos técnicos y las políticas públicas, lo que realmente estaba en juego era una disputa por el alma de la ciudad. ¿A quién pertenece la ciudad?” (p. 111).
Sus estudios en México le ayudan a tener una percepción distinta de la sociedad. Como rector de la Surcolombiana, la Nacional y la Autónoma, concibe el cambio desde una perspectiva muy diferente a la del militante mesiánico.
“La rectoría de la Universidad Nacional […] representó la puesta a prueba más exigente de una utopía que me acompañaba desde mis años de estudiante: la convicción de que la educación, la ciencia y la tecnología debían convertirse en instrumentos activos de transformación social” (p. 148).
“Siempre he creído que las universidades no están hechas solo para interpretar el mundo, sino para imaginarlo de nuevo, con lucidez y audacia” (p. 258).
Como legislador entiende la complejidad de la sociedad. Es necesario negociar y llegar a acuerdos:
“Aprendí que legislar implicaba traducir ideales en propuestas viables, negociar sin claudicar, y defender principios en medio de presiones partidistas y urgencias nacionales. Allí trabajamos, entre otras cosas, en la formulación de la Ley 30 de 1992” (p. 179).
Ricardo ha abierto los ojos hacia el mundo, prestando atención a China e India:
“… comprendí que la utopía debía cambiar de ropaje, pero no de esencia. Ya no se trataba únicamente de soñar con revoluciones nacionales, sino de pensar en procesos de integración regional, como los que Europa había logrado tras dos guerras devastadoras” (p. 201).
Este rasgo lo rescata Alejandro Gaviria en el prólogo: la tensión entre el deseo de justicia y la cautela liberal, entre la lucidez y el optimismo, entre los desafíos del presente y los precarios instrumentos para enfrentarlos.
Como parlamentario entendió la necesidad de mirar el territorio y por ello se presentó como “un opita con dimensión nacional”.
Ricardo el escéptico
Comparto con Ricardo su sensación de frustración. Sin duda, Petro ha desperdiciado la oportunidad de avanzar hacia cambios estructurales en la sociedad colombiana.
Era un momento privilegiado para consolidar un proyecto socialdemócrata ambicioso. No se están logrando las metas anunciadas. La raíz del problema ha sido la incapacidad de gobernar.
“Después de décadas de lucha por la transformación, me encuentro ante la paradoja más desconcertante de mi vida pública: presenciar cómo la llegada histórica de la izquierda al poder termina por erosionar la credibilidad de la utopía transformadora” (p. 265).
Y concluye con contundencia:
“He aprendido a desconfiar de los mesías…” (p. 269).
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.


