Al llegar los días de Navidad parece necesario bajar un poco el ritmo de las reflexiones políticas que suelen ocupar esta columna. No para desentendernos del devenir del país y de la ciudad, sino para mirarlos con mayor sosiego. Tal vez sea un buen momento para discernir qué asuntos de la agenda pública merecen realmente nuestra atención, cuáles vale la pena comprender, nombrar e interpelar, y cuáles responden más al ruido del momento que a problemas de fondo.
No es fácil, sin embargo, cambiar de registro. El cierre del año llega cargado de dilemas y contradicciones: tentativas intervencionistas en la región, vaivenes del péndulo ideológico, atropellos propios de campañas electorales anticipadas y un marketing político cada vez más personalista y estridente. Todo ello configura un escenario de incertidumbre que se cuela incluso en estos días que solemos asociar con la pausa y el encuentro.
En medio de estas aparentes salidas sin salida, recuerdo una intuición de la filosofía vitalista: pensar es, en algún sentido, aligerar la vida. Pensar - atendiendo a Nietzsche -, como quien danza, para soltarse de los esquemas rígidos con los que solemos habitar el presente. Desde ese horizonte cabe preguntarnos si lo que viene es un futuro rutinario, marcado por la repetición, o si existen condiciones para abrir nuevos caminos. ¿Estamos condenados al eterno retorno de los mismos conflictos —como un país que, cual minotauro furioso, se muerde una y otra vez la cola— o es posible esperar acontecimientos que amplíen nuestros horizontes?
Al observar el clima social actual y conectar estas preguntas con las reflexiones recientes del antropólogo Tim Ingold sobre las “cuerdas” que enlazan a las generaciones, se hace evidente que una de nuestras mayores dificultades para afrontar el futuro como sociedad reside en la forma como pensamos y practicamos las relaciones entre generaciones.
La vida social se mueve siempre entre continuidad y cambio, y ambos pasan necesariamente por los vínculos generacionales. Suele creerse que la estabilidad proviene de una transmisión relativamente ordenada de valores y saberes, mientras que el cambio solo emerge de rupturas radicales. Sin embargo, en nuestro contexto esta lógica parece invertirse: la continuidad se expresa, paradójicamente, en la repetición de las rupturas. Reincidimos en las violencias, en la corrupción, en el desorden funcional a intereses egoístas, en la exclusión y en la constante producción de víctimas. Cambian los actores y los discursos, pero los conflictos se reciclan.
También persiste la idea de que toda continuidad es conservadora. No obstante, hoy se percibe que necesitamos, más que nunca, al menos la continuidad del diálogo intergeneracional. Sin ella, los lenguajes se rompen, la comprensión se vuelve imposible y se cierran los puentes creativos necesarios para tramitar los conflictos que nos atraviesan. Cuando todo es ruptura, la vida social se asemeja a una torre de Babel: abundan las voces, pero escasea el entendimiento.
En Colombia parece urgente fortalecer una conversación y una colaboración más sostenidas entre generaciones. Solo así podremos transformar un desencuentro repetido —hecho de reclamos antiguos y violencias recicladas— en una dinámica distinta. Se trata de romper la cadena de los malentendidos heredados, no para negarlos, sino para comprender sus razones. Tal vez entonces podamos aspirar a tener conflictos mejores y no siempre los mismos, como sugería Estanislao Zuleta: conflictos más conscientes, más argumentados y menos destructivos.
Se trata, en última instancia, es de sentar bases duraderas para la coexistencia futura
De lo que se trata, en última instancia, es de sentar bases duraderas para la coexistencia futura. Esto implica hacer balances, revisar aprendizajes y rebarajar algunas reglas mínimas que sostienen lo común en medio de lo que nos fragmenta. El mundo arde en conflictividades y no parece que una sociedad plenamente utópica esté a la vuelta de la esquina, habitamos pasajes cada vez más estrechos, hacinados en nuestras propias contradicciones y precisamente por eso nos debemos una conversación situada al borde del abismo: una conversación honesta entre generaciones, para que las que vienen no hereden solo fórmulas fáciles, consignas vacías o relatos que se repiten sin transformarse y que puedan, en cambio, ayudarnos a reimaginar y recrear el mundo compartido.
En estos días agitados reafirmo la necesidad urgente del aprendizaje recíproco entre generaciones como camino para repotenciar la vida social. Viejas y nuevas generaciones compartimos condiciones de existencia cada vez más inciertas, frente a ello, la educación y el arte —entendidos como ejercicios de atención y escucha del mundo común— siguen siendo espacios privilegiados para sostener la esperanza, no como ilusión ingenua, sino como trabajo colectivo sobre lo que aún puede ser posible como vida.
Anuncios.
Anuncios.


