En el sur de Bogotá, justo frente al Cementerio del Sur, hay un barrio cuyo nombre parece una broma o una advertencia: Matatigres. Entre calles de polvo, talleres mecánicos y tiendas de esquina, pocos imaginan que ese nombre nació de una historia improbable, mitad mito, mitad verdad, contada durante décadas en voz baja por los viejos del barrio. Una historia que mezcla circos, gitanos, una tigresa y un banquete que nadie olvidó.
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En los años cincuenta, esa parte de la ciudad era casi campo. Había potreros, chicherías, y caminos de tierra que se volvían lodo cuando llovía. Un hombre —de esos que levantaban su vida entre el trabajo y la bebida— había abierto una chichería conocida en toda la zona. Era un punto de encuentro de obreros y campesinos que bajaban de los cerros, y también el sitio donde, de vez en cuando, se instalaban circos ambulantes en busca de público y de un poco de suerte.
Uno de esos circos, que venía en decadencia, no pudo pagarle el arriendo del terreno. El dueño de la chichería, en vez de dinero, recibió una prenda insólita: una tigresa vieja, flaca, cansada, que se convirtió en la atracción del vecindario y en el problema del hombre. Alimentarla era costoso, peligroso y, con el tiempo, insoportable. Nadie sabe si lo hizo por hambre, por rabia o por simple desesperación, pero una noche el hombre organizó una gran comida para sus vecinos.
Hubo carne para todos. Nadie preguntó de dónde había salido tanta. Comieron y bebieron, hasta que, al final, el anfitrión mostró el cuero del animal. Algunos se quedaron mudos; otros entendieron demasiado rápido. Uno de los invitados, entre la indignación y el asco, lo llamó “mata tigres”. La palabra se quedó flotando, repitiéndose entre murmullos, hasta que el apodo terminó marcando no solo al hombre, sino también al sitio.
Con los años, el potrero se llenó de casas improvisadas, los caminos se convirtieron en calles, y el barrio adoptó oficialmente el nombre que había nacido de una cena escandalosa. Matatigres. El lugar donde, según la leyenda, un hombre se comió a su tigresa.
Pero hay otra versión, más difícil de comprobar y menos sangrienta. Algunos vecinos antiguos cuentan que, por la misma época, un hombre misterioso tenía tigres para cuidar su finca. Solía soltarlos cuando alguien intentaba entrar, y los gritos de los curiosos se oían desde lejos. Dicen también que en esos terrenos llegaron gitanos con carpas de colores, música y animales, que ofrecían espectáculos y bailes para los habitantes de las zonas cercanas, razón por la que el sector se volvió un punto de reunión popular.
La mezcla entre realidad y rumor, entre la fiera y los gitanos, fue formando la identidad del barrio. Hoy pocos pueden decir con certeza qué parte es verdad y qué parte se fue inventado inventó con el paso del tiempo. La cierto es que este sector de la ciudad se quedó con ese nombre, como si la ciudad hubiera decidido conservar el recuerdo de una rareza.
Hoy, donde antes hubo potreros y circos, se levantan talleres, casas de ladrillo y pequeños negocios. El Cementerio del Sur sigue ahí, inmenso, silencioso, como un vecino eterno. Los habitantes de Matatigres han aprendido a convivir con la leyenda. Algunos la cuentan con orgullo; otros prefieren no mencionarla. Pero todos saben que, detrás del nombre, hay algo más que una anécdota: una parte de la historia de Bogotá que no aparece en los libros, pero que sobrevive en la voz de quienes aún recuerdan el tiempo en que un tigre vivió —y murió— en el sur de la ciudad.
Así, Matatigres sigue siendo uno de esos lugares que cargan con un pasado improbable, una memoria tejida con mitos y exageraciones, donde la frontera entre lo cierto y lo contado se perdió hace mucho. Porque en Bogotá, cada barrio tiene una historia, pero pocos pueden decir que la suya empezó con una tigresa y terminó dando nombre a todo un pedazo de ciudad.
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