En el mundo del narcotráfico, las fiestas eran más que celebraciones: eran rituales de poder. A mediados de los años ochenta, cuando los carteles mexicanos y colombianos consolidaban sus alianzas, una de esas reuniones terminó al borde de la tragedia. El protagonista no fue un capo ni un sicario. Fue Juan Gabriel, el artista más popular de México, que aquella noche estuvo a un suspiro de la muerte por un gesto que, para él, seguramente era un acto de ternura, pero para Pablo Escobar fue casi una ofensa imperdonable.
El evento fue organizado en México por Ernesto Fonseca, “Don Neto”, uno de los fundadores del Cartel de Guadalajara. El capo mexicano organizó una reunión por todo lo alto para recibir a Escobar, el visitante ilustre. La reunión debía contar con toda la fastuosidad que merecía su figura en el mundo criminal. Había música, licor, mujeres, drogas. El un plato fuerte de la noche era nada más ni nada menos que un concierto privado de Juan Gabriel, el “Divo de Juárez”, el hombre que con su voz y su histrionismo llenaba estadios y hacía llorar a millones. La historia está descrita en el libro Las señoras del narco, de Anabel Hernández.
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Los capos sabían lo que representaba tenerlo allí. Era mostrar que podían pagar lo que quisieran, incluso la presencia del ídolo máximo de la canción popular mexicana. Juan Gabriel aceptó, quizá sin dimensionar el escenario en el que se estaba metiendo. Su oficio era cantar, y lo hacía para todos, sin distinguir si la primera fila estaba ocupada por presidentes o por criminales.
Durante la velada, en medio del entusiasmo de los asistentes y de los excesos propios de esas fiestas, alguien tuvo la idea de ponerle picante al show. Según relatan quienes conocieron el episodio, los mismos anfitriones convencieron a Juan Gabriel de que, en un momento de la presentación, se acercara a Escobar y le diera un beso. La propuesta parecía inofensiva para el artista, acostumbrado a los gestos de cariño en el escenario. Pero nadie midió la reacción del capo colombiano, cuya homofobia era tan grande como su ego.
Juan Gabriel lo hizo. Se inclinó, como parte de su performance, y le estampó un beso al visitante de Medellín. Escobar no lo recibió con gracia. Se enfureció. Su gesto se torció en rabia. El aire de la fiesta se cargó de tensión. Para un paisa machista que construía su identidad sobre la masculinidad violenta y la imagen del “patrón” intocable, aquel gesto era una afrenta, casi una humillación pública.
Lo que ocurrió después fue un silencio incómodo que pudo haber terminado en sangre. Escobar, cuentan, estuvo a punto de ordenar que mataran al artista allí mismo. Al capo colombiano no le importó que se tratara de una estrella internacional ni que la fiesta no fuera suya. Para él, la afrenta merecía un castigo ejemplar. Juan Gabriel, consciente del peligro, se disculpó de inmediato. Explicó que solo había seguido instrucciones de los anfitriones. Los demás capos, entendiendo que la situación se les salía de control, intervinieron rápido: le dijeron a Escobar que no había sido idea del cantante, que todo había sido una travesura de ellos.
Ese gesto de mediación salvó la vida del “Divo de Juárez”. Aun así, no había garantías para la vida del artista. El show privado llegó a su final y la tensión se quedó flotando en el ambiente. Los organizadores entendieron que lo mejor era sacar al artista de inmediato. Juan Gabriel fue escoltado hacia la salida y se fue de la fiesta con la certeza de que había rozado la muerte de la manera más absurda: por un beso.
El episodio nunca apareció en los titulares de la prensa de la época. Quedó como uno de esos sucesos que quedaron atrapados en el silencio de los secretos y en las versiones a media voz de quienes se movían en las entrañas del narcotráfico.
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