Durante buena parte del siglo XX, en muchas ciudades de Colombia hubo una presencia silenciosa pero constante que marcó el ritmo de la vida cotidiana. Era un letrero sencillo, rojo, compuesto por tres letras que se volvieron parte del paisaje urbano. Ley nació cuando el país aún estaba aprendiendo a ser moderno y terminó desapareciendo justo cuando el consumo se volvió un territorio de gigantes. Su historia empezó con un incendio y terminó con una absorción empresarial que selló el final de uno de los almacenes más tradicionales del país.
El origen se remonta a 1922, cuando Luis Eduardo Yepes llegó a Barranquilla buscando rehacer su vida. Venía de perder la miscelánea familiar en un incendio y, con los pocos ahorros que le quedaban, decidió alquilar una pequeña parte de una zapatería. No era el lugar ideal para abrir un negocio, pero sí el único que podía pagar. En ese espacio improvisado nació una tienda con un nombre construido a partir de sus iniciales, que pronto se convirtió en una opción accesible para los barranquilleros. Durante los carnavales vendía lo indispensable y, cuando pasaban las fiestas, encontraba la manera de seguir llenando los estantes. La tienda ofrecía productos que todos podían comprar, desde artículos de cinco centavos hasta otros de un peso. La idea era simple: nadie debía quedarse por fuera.
Durante años, la historia de Ley se pareció mucho a la de tantas familias colombianas que empezaron desde cero: un local pequeño, un fundador testarudo y la intuición suficiente para entender qué necesitaba la gente. Eso fue lo que hizo Gustavo Yepes cuando abrió su tienda, una zapatería a medias que terminó convertida en algo muy distinto. Con el apoyo de su familia y un ojo clínico para el comercio, aquel rincón se volvió un lugar de paso obligado en la ciudad. Pero como suele ocurrir con los negocios que crecen rápido, el espacio se quedó corto antes de que el fundador pudiera imaginarlo. Yepes murió en 1936, sin ver el rumbo gigante que alcanzaría su idea.
Tras su muerte, nuevos dueños se hicieron cargo del local. Veían lo que otros no: un potencial que no cabía entre cuatro paredes. De ese cambio nació Almacenes Ley Limitada, un nombre que empezó a sonar como empresa seria, organizada, con metas y procesos que ya no dependían solo del olfato comercial, sino de una estructura que los tiempos exigían. La marca, casi sin darse cuenta, comenzó a moldearse como un proyecto de largo alcance.
El salto definitivo llegó en 1944. El negocio se trasladó a Medellín, una ciudad que en aquellos años respiraba industria y modernización. El Ley encontró en Medellín el ambiente perfecto para expandirse. Incorporó prácticas como inventarios más rigurosos, tiendas estandarizadas y una relación con los clientes basada en dos premisas simples pero poderosas —precios bajos y compras rápidas—. El viejo local de barrio quedó atrás; ahora se hablaba de una cadena con aspiraciones nacionales.
Con el paso de los años, mientras Colombia se transformaba, Ley caminaba a la par. Durante los años sesenta y setenta, cuando las ciudades crecían y la clase media buscaba su lugar, sus supermercados se convirtieron en una especie de escenario cotidiano. En sus pasillos convivían lo imprescindible —el arroz, el jabón, el aceite— con esos pequeños caprichos que empezaban a hacer parte de la vida urbana: un chocolate importado, una crema que prometía milagros, un electrodoméstico compacto que parecía salido del futuro.
Para muchas familias, hacer mercado en Ley no era solo una diligencia: era un símbolo de pertenencia a ese país que intentaba modernizarse. Entrar al almacén significaba, de algún modo, sentir que la vida avanzaba. Y así, entre carritos metálicos y estantes siempre llenos, la marca se consolidó como un punto de encuentro y como una promesa: la de un supermercado cercano, accesible y profundamente ligado a la historia cotidiana de quienes crecieron comprando allí.
Pero el liderazgo trajo competencia. Primero desde Antioquia, donde el Grupo Éxito comenzó a expandirse con un modelo más ambicioso, y luego desde la costa Caribe, donde Olímpica ganaba terreno. Con la apertura económica de los años noventa, el escenario se volvió aún más desafiante. Carrefour llegó con un concepto internacional y tiendas de gran formato que marcaron diferencias evidentes. Mientras sus competidores renovaban sus espacios y apostaban por experiencias más atractivas, Ley se movió con más cautela.
A finales de los 90, los números mostraban señales de desgaste. Las tiendas empezaban a verse antiguas frente a los formatos más frescos e innovadores de sus competidores. La marca seguía siendo querida, pero ya no lograba atraer como años atrás, los clientes exigían surtidos más amplios y experiencias más dinámicas. En un mercado que pedía transformaciones rápidas, Ley avanzaba con pasos cortos.
En 2001, el Grupo Éxito inició la integración con Cadenalco, empresa que controlaba almacenes Ley. Desde ese momento empezó un proceso lento que no tuvo marcha atrás. No hubo anuncios formales ni despedidas públicas. Las tiendas fueron cambiando de nombre y adaptándose a los colores del nuevo dueño. El LEY fue desapareciendo de silenciosamente y, con el, un siglo de historia.
Para muchos colombianos, Ley fue el primer supermercado que conocieron y el lugar donde hicieron compras que marcaron momentos importantes de sus vidas. La desaparición de este tradicional almacén fue el fin de una tradición que había acompañado a muchas generaciones.
El Grupo Éxito, nacido en Medellín y hoy controlado por la familia salvadoreña Calleja, consolidó su dominio sobre el mercado apoyado en esa absorción. Ley dejó un legado claro: enseñó al país a comprar, acercó la modernidad al consumo diario y se convirtió en un referente cultural además de comercial. Su final no borró esa historia; simplemente la transformó en memoria colectiva.
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