Ya en 2025, todos hemos tenido la oportunidad de conocer a un “influencer”; de esos que, por lo bajo, tienen quinientos mil seguidores, pero que, cuando uno los trata, inmediatamente pone en duda el número de neuronas funcionales que poseen. Naturalmente, habrá algunos que comparten contenido interesante y edificante, pero creería que son la excepción.
Que uno arme un personaje ficticio en redes sociales es soportable; pero que termine creyéndose el cuento, ya es otro nivel. Ernesto Sabato decía que prefería afeitarse al tacto por miedo a ver en el espejo a ese personaje tan introspectivo en el que se había convertido; sin embargo, nosotros, que no tenemos mayor mérito, alardeamos públicamente de nuestras ridiculeces.
Si de lo que se trata es de aprender, hay que buscar en cualquier parte, menos en redes sociales; este es un espacio amplificador de las frustraciones de cualquier espontáneo. Uno aprende más del anciano, del campechano, del preso y del callejero, que de esos que amanecen siendo eruditos en todo.
Umberto Eco enseñaba que era más científico el campesino que había descubierto un nuevo injerto que el profesor fastidioso que repetía todos los días la misma clase sobre Heidegger.
Hasta aquí el relato no es tan dramático; el paisaje se oscurece cuando uno ve a los políticos convertidos en “influencers”, o a los “influencers” transformados en políticos, tratando de convencernos a fuerza de estupideces. Creo que allí todos nos autocuestionamos con un leve sonrojo: ¿tan fácil es conseguir mi voto?
A ellos no les pidamos seriedad; más bien, exijámonos nosotros un poco más.
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.


