Por estos días, Washington lanzó un anuncio que—aunque envuelto en la solemnidad burocrática de un comunicado oficial—tiene implicaciones profundas en el mapa político y de seguridad del hemisferio: la designación del Cartel de los Soles como Organización Terrorista Extranjera (FTO), efectiva el 24 de noviembre de 2025. El documento, atribuido al Departamento de Estado y firmado por el secretario Marco Rubio, coloca al círculo de poder de Nicolás Maduro en una categoría que hasta ahora se reservaba para grupos como Al Qaeda, ISIS o el Frente 1 de las disidencias de las FARC.
Aunque Washington ha sancionado a Maduro y a su élite por años, esta clasificación supone un salto cualitativamente distinto. La etiqueta de FTO no solo condena políticamente, sino que habilita herramientas de persecución financiera, judicial y extraterritorial que Estados Unidos utiliza únicamente en escenarios donde considera que su seguridad nacional está en juego.
¿Qué busca Washington al poner la palabra “terroristas” al lado del chavismo?
Más allá de la retórica, la designación revela tres objetivos estratégicos:
1. Aislamiento total del régimen
La calificación como FTO convierte cualquier relación financiera, logística o comercial con el Cartel de los Soles en un delito federal en los Estados Unidos.
Para cualquier gobierno, empresa o individuo que aún mantenga vínculos grises con Caracas, el mensaje es claro: “seguir con Maduro será tan costoso como relacionarse con Al Qaeda”.
2. Aumento de presión internacional
Washington espera que la etiqueta fuerce a Europa y a países latinoamericanos a endurecer su postura frente al régimen.
Un gobierno designado como protector de una organización terrorista se convierte, automáticamente, en un actor radioactivo en la diplomacia mundial.
3. Preparación de un escenario judicial y político a largo plazo
Esta designación facilita que, en un futuro, un cambio de gobierno en Venezuela venga acompañado de procesos judiciales contra altos mandos, extradiciones y confiscación de bienes.
Para Maduro, Diosdado y la cúpula militar, significa algo claro: si salen del poder, ya no solo enfrentarán sanciones, sino cargos equiparables a terrorismo internacional.
¿Qué cambia realmente en la confrontación entre Washington y el madurismo?
Mucho más de lo que parece. La relación ya no es solo la de un gobierno sancionado y una potencia que lo presiona, sino la de un Estado acusado de proteger una entidad terrorista.
Esto abre la puerta a operaciones: interceptaciones marítimas más agresivas, misiones encubiertas de inteligencia, mayor cooperación militar con países vecinos y posibles acciones judiciales extraterritoriales.
No significa necesariamente una invasión militar tradicional—Washington ha demostrado que evita ese escenario— pero sí un acercamiento al modelo utilizado con Hezbollah, donde las presiones financieras y los bombardeos selectivos que terminan asfixiando redes internacionales de apoyo.
¿Por qué ahora? El mensaje detrás del timing
La fecha no es coincidencia. El anuncio llega en un ambiente donde el régimen venezolano: fortaleció su alianza con Rusia e Irán, profundizó el control militar sobre la frontera y reactivó la retórica sobre el territorio del Esequibo.
Estados Unidos entiende estos movimientos como señales de mayor militarización y expansión del crimen transnacional, especialmente en narcotráfico y lavado de activos.
La designación FTO es, por tanto, una respuesta preventiva, un mensaje de que Washington está dispuesto a encarecer cualquier aventura regional del madurismo.
¿Qué ganan y qué pierden los actores?
Con esta designación, Washington gana un marco jurídico y operativo más robusto para actuar contra los aliados del régimen de Maduro. Puede perseguir flujos financieros y redes criminales con el mismo marco legal que utiliza contra organizaciones como Hezbollah.
Pero la jugada tiene otra dimensión: pone a prueba la relación con Bogotá.
En un contexto de tensiones políticas entre la Casa Blanca y el gobierno colombiano —especialmente por diferencias en temas de drogas, extradiciones, cooperación militar y la relación de Bogotá con Caracas— esta designación obliga a Colombia a definirse:
¿Acompaña a Washington y profundiza la cooperación? ¿O busca un camino más equidistante para no deteriorar su relación con Maduro?
Estados Unidos, con esta decisión, también mide hasta dónde Bogotá está dispuesta a alinearse en temas de seguridad hemisférica.
Si Colombia evita cooperar, Washington podría responder con: más restricciones en la asistencia antinarcóticos, mayor presión diplomática, o incluso acudir a lo impensable: posibles operaciones militares o bombardeos estratégicos en territorio colombiano.
En una escalada retórica, el presidente Donald Trump no se limitaría a endurecer sanciones: también amenazó con lanzar ataques militares directos a “fábricas de cocaína” en Colombia. En palabras suyas: “¿Golpear esas fábricas? Me enorgullecería hacerlo personalmente… porque vamos a salvar millones de vidas.” Reuters Estas declaraciones suponen un salto sin precedentes en la política estadounidense hacia Colombia, al evocar la posibilidad de intervenciones unilaterales en suelo soberano bajo la justificación de la lucha antidrogas. Para Bogotá, se trata no solo de una amenaza a su seguridad territorial, sino de un profundo desafío a su dignidad como socio estratégico: Trump ha amarrado su amenaza a una narrativa en la que acusa al gobierno colombiano de ser una “máquina productora de drogas” — lo que intensifica un quiebre diplomático que ya se ha traducido en suspensión de ayuda, imposición de aranceles y ruptura del intercambio de inteligencia. PBS
En resumen: esta situación configura un tablero triangular de tensiones. La decisión de Washington no solo redibuja la relación con Maduro, sino que amenaza a Colombia para obligarla a escoger un rumbo.
En ese triángulo, Colombia es el actor que más debe maniobrar, porque es el que tiene más en juego: estabilidad fronteriza, migración, comercio, seguridad y relaciones internacionales.
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