Santiago de Cali, eje del suroccidente colombiano, vive hoy un conjunto de tensiones urbanas que se expresan especialmente en cuatro dolores ciudadanos significativos: falta de suministro de agua en las laderas occidentales por efectos de la sequía en los caudales de los ríos, caos y agresividad en la movilidad, persistencia de las violencias cotidianas y el crecimiento de la habitancia de calle. Veamos cuales son los retos que se nos presentan:
El primer asunto relaciona el suministro de agua, el clima y la gestión ambiental y de los servicios básicos. Las protestas por el desabastecimiento en barrios de ladera revelan la débil adaptación al cambio climático y la precariedad de la gestión ambiental. En una ciudad que se promociona como “capital de la biodiversidad”, resulta contradictorio que la institucionalidad gaste millones de pesos en eventos “verdes” mientras miles de familias carecen de agua en los veranos. Lo que debería traducirse en urbanismo climático y justicia ambiental, inscrito en el nuevo proceso de planeación territorial del POT, se queda en slogans publicitarios, en la carrera por acceder a fondos internacionales y en protagonismo por posicionamientos políticos.
En el ámbito de la movilidad, según datos del Departamento Administrativo de Planeación Distrital de Santiago de Cali, en una encuesta Sisbén de 2024, se encontró que el 41.5 de los encuestados están insatisfechos con el servicio público de transporte. El Mio como se conoce la modalidad de transporte público actual, lejos de consolidarse, enfrenta crisis de cobertura, calidad y sostenibilidad. En este campo la ciudad revive un paisaje de los años 80 y 90: trancones interminables, transporte informal en auge, guerra del centavo y violencia en las vías; mientras se privilegia la lógica del negocio privado y se insiste en tratar el problema “recuperando la autoridad”, se posterga la construcción de un verdadero consenso ciudadano y metropolitano sobre cómo movernos con probidad, transparencia y visión pública.
El sicariato, el microtráfico y el control territorial de bandas han normalizado la geografía del miedo:
Otro asunto que duele es el crecimiento sostenido de las violencias, que entre otras cosas evidencian cada vez más un rasgo de dinamismo y trazabilidad metropolitana y de interdependencias regionales y trasnacionales. La tasa de homicidios en Cali sigue siendo la más alta del país (superando las 40 muertes por cada 100.000 habitantes en 2024), mientras el sicariato, el microtráfico y el control territorial de bandas han normalizado la geografía del miedo: nuestros recorridos diarios se hacen calculando riesgos, evitando calles y horarios. Esta “cartografía emocional de la violencia” erosiona el goce de la ciudad y nos obliga a vivir a la defensiva.
Un cuarto asunto que no es menor, es la ampliación de franjas de habitancia de calle que se mantiene una cifra aproximada de 6.000 personas en esa condición (hay desfases entre registros oficiales y estimaciones académicas); el crecimiento visible de habitantes de calle - acentuado por el desplazamiento forzado y la migración -, ha convertido el centro urbano en un campamento a cielo abierto; frente a estas circunstancias la respuesta institucional es insuficiente, se queda corta frente a una crisis que refleja la pauperización y fractura social en amplios sectores de la población.
Estas cuatro heridas que duelen en el diario vivir citadino no son excepcionales: son el espejo de las ciudades latinoamericanas, atravesadas por desigualdades, reformas neoliberales, narcotráfico, crisis climática y migraciones. Cali condensa esas mutaciones y retos, pero con gobiernos, tanto de orden local como nacional, que reaccionan distantes y tardíamente en proveer soluciones y con ciudadanías que cargan el peso de la incertidumbre y el malestar colectivo.
La pregunta es ¿cómo responder? Más allá de los esloganes y las promesas incumplidas, necesitamos fortalecer la solidaridad ciudadana, la inventiva comunal-comunitaria y los movimientos sociales independientes, desarrollando la capacidad creativa de asumir los nuevos contextos y acontecimientos urbanos, con un sentido de sacralización de los ciudadano y lo público. Solo así podremos contrarrestar la segregación social, la precarización económica y ambiental, la ruptura del espacio común, desde una dinámica que canalice las demandas urgentes como señales de transformación colectiva verdadera, abriendo caminos con sentido democrático.
*Especiales agradecimientos al equipo de la Fundación Ciudad Abierta que facilito la conversación contenida en esta columna.
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