El Fondo Monetario Internacional (FMI) nació con un discurso noble: estabilizar la economía mundial, evitar crisis financieras y promover el desarrollo. Pero con el paso del tiempo, su rostro cambió. Hoy, el FMI se asemeja más a un cobrador de deudas global que a un organismo de cooperación. Detrás de sus trajes impecables y sus gráficos técnicos se esconde una maquinaria que ha convertido el dolor de los pueblos en cifras negociables.
Cada vez que un país entra en crisis, el FMI aparece como salvador. Pero su ayuda tiene letra pequeña: recortes sociales, privatizaciones, despidos masivos y reducción del gasto público. Es el mismo guion de siempre, aplicado con precisión quirúrgica en América Latina, África y Asia. Su receta es tan conocida como su fracaso: salvar a los bancos y hundir a la gente.
En nombre de la “estabilidad macroeconómica”, el FMI exige sacrificios al pueblo, nunca a las élites que provocaron el desastre. Hablan de disciplina fiscal mientras millones pierden el empleo, la salud o la educación. En sus oficinas de lujo se redactan los ajustes que, en las calles, se traducen en hambre.
Lo que no dicen sus informes es que cada préstamo del FMI encadena al país deudor a los intereses de las potencias. El dinero prestado nunca es gratuito: compra obediencia, reforma leyes e impone políticas. Ese es el precio del rescate: perder la soberanía.
En Colombia, sus recomendaciones han inspirado políticas de austeridad que benefician a los mismos de siempre. La deuda externa se convierte en una soga, y el pueblo —sin saberlo— paga por decisiones tomadas en despachos extranjeros.
El FMI no estabiliza al mundo: lo administra a favor de unos pocos. Y mientras sus funcionarios celebran cifras en Washington, los pueblos siguen pagando la cuenta de un sistema que se sostiene con su sufrimiento.
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