En medio del lodo que cubrió a Armero en la noche del 13 de noviembre de 1985, entre los gritos, los rescates desesperados y el caos, hubo niños que lograron salir con vida. Algunos fueron subidos a helicópteros, otros atendidos por socorristas, y varios más trasladados a hospitales o albergues improvisados. De muchos se supo durante unos días; de otros, nunca más. Cuatro décadas después, decenas de familias aún buscan a esos hijos, nietos o sobrinos que desaparecieron cuando todo parecía perdido, pero que, según los registros de entonces, habían sobrevivido.
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El caso de los niños desaparecidos de Armero se convirtió en uno de los capítulos más complejos y dolorosos de la tragedia. No solo por el número de menores reportados como extraviados, sino porque alrededor de su destino surgieron versiones que nunca fueron aclaradas. Algunas familias aseguran que los niños fueron entregados a extraños en medio de la confusión; otras creen que terminaron en adopciones irregulares dentro y fuera del país. En cualquier caso, el silencio institucional y la falta de registros precisos hicieron imposible seguirles la pista. Fundaciones como Armando Armero se ha dedicado a intentar encontrar y reunir aquellos niños perdidos con sus familiares.
Las primeras horas tras la avalancha fueron de desorden absoluto. Los socorristas tenían la orden de evacuar a los menores primero, sin un sistema que permitiera identificarlos. En los hospitales de Ibagué, Bogotá, Honda y Lérida comenzaron a llegar niños cubiertos de barro, sin documentos, sin hablar o incapaces de dar sus nombres completos. Algunos apenas podían decir cómo se llamaban; otros solo balbuceaban el nombre de su madre.
Los registros en los que se escribieron los primeros nombres de los sobrevivientes eran fueron hojas sueltas, manchadas de barro, con letras torcidas y tachones. Los médicos y los socorristas escribpian en ellas lo que bien podían entre el ruido de los helicópteros y el llanto de los heridos y la atención que tenían que prestarle a todos los que más podían. Muchos de esos registros se perdieron cuando los hospitales colapsaron, otros nunca llegaron a existir. En ese desorden comenzó una historia que el país nunca logró cerrar: la de los niños de Armero que salieron vivos del barro y nunca volvieron.
En los días que siguieron a la avalancha, nadie sabía cuántos eran ni adónde los estaban llevando. Los testimonios de sobrevivientes hablan de camiones, ambulancias y carros particulares llenos de niños. Algunos eran cargados en brazos por desconocidos que decían ser familiares. Otros quedaban en hogares de paso donde los cuidaban por unas horas, esperando que alguien los reclamara. En medio del caos, varios fueron trasladados a otras ciudades para recibir atención médica. Algunos quedaron bajo el cuidado temporal de familias que los adoptaron sin papeles, sin seguimiento, sin nombre.
Con los días, los padres comenzaron a buscarlos. Recorrieron hospitales, albergues, plazas y oficinas. Llevaban fotos, documentos y cartas escritas a mano. Muchos hallaron en las listas de la Cruz Roja o del Bienestar Familiar el nombre de sus hijos; poco después, ese mismo nombre desaparecía de los registros. Las denuncias se multiplicaron, pero ninguna autoridad fue capaz de establecer cuántos menores habían sido rescatados ni qué había pasado con ellos. El país no tenía una base de datos unificada, ni un sistema para identificar a las víctimas.
Esa falta de información se convirtió en un terreno fértil para los rumores. Algunos hablaban de adopciones ilegales en el extranjero, gestionadas en medio del desorden. Otros pensaban que la confusión del momento bastaba para explicar las desapariciones. Pero lo cierto es que muchos niños reportados como vivos nunca regresaron con sus familias. Quedaron suspendidos en un limbo burocrático que, cuatro décadas después, sigue sin resolverse.
En municipios como Lérida, Guayabal o Ibagué, todavía hay familias que guardan fotos amarillentas, recortes de periódico y pequeños objetos que alguna vez pertenecieron a esos niños. Esperan, aunque el tiempo haya borrado casi todo. Dicen que vieron filas de vehículos saliendo del pueblo, con los pequeños cubiertos de mantas. Algunos dicen también que muchos niños eran llevados de la mano por personas desconocidas que nada tenían que ver con los organismos de socorro. En medio de la tensión nadie se preoucupó por tomar nota de sus nombres ni preguntaba de qué casa venían o para dónde se los llevaban. En ese vacío, entre el ruido y el barro, se perdieron cientos de vidas que el país creyó haber salvado.
En los años noventa, algunas fundaciones intentaron reconstruir lo ocurrido. La Fundación Armando Armero creó un banco genético para comparar muestras de ADN entre sobrevivientes y posibles familiares. Los resultados han sido mínimos. El tiempo, la falta de registros y las adopciones sin rastro hicieron casi imposible identificar a alguien. Los archivos están incompletos, muchos expedientes se extraviaron, y quienes trabajaron en la emergencia ya no recuerdan detalles.
En el Tolima, hablar de los niños de Armero es tocar una herida que no cierra. Para los padres que sobrevivieron, el dolor no es solo por la pérdida, sino por no saber. No pudieron despedirse ni confirmar un entierro. Cada aniversario de la tragedia reabre las mismas preguntas: si están vivos, si fueron adoptados, si alguien los buscó alguna vez.
El periodista Mario Villalobos recogió en el libro Armero 40 años 40 historias, de la editorial Aguilar, sello de Penguin Random House, varias de estas historias que terminaron siendo una deuda silenciosa que el país tiene con decenas de familias. En medio del desastre nadie pudo cuidar a los hijos indefensos. En la tragedia de aquel 13 de noviembre de 1985 murieron miles de colombianos, pero también se perdió algo que no vuelve: la inocencia de niños que salieron del barro y se desvanecieron sin explicación alguna.
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