Si Pablo Escobar estuviera vivo, este 1 de diciembre cumpliría 76 años. Su sombra, sin embargo, no dejó de crecer desde aquel 1993 en que cayó abatido en un tejado de Medellín. Y mientras su figura sigue alimentando series, libros y mitologías, sus hijos (Juan Pablo y Manuela) han intentado lo contrario: desarmar el mito, reconstruirse lejos del estruendo y sobrevivir al apellido más temido de Colombia.
Juan Pablo: del silencio obligado a la voz incómoda
Juan Pablo Escobar tenía apenas 16 años cuando vio caer el imperio criminal que marcó su infancia con lujos, encierros, cartas clandestinas y amenazas constantes. Tras el exilio, adoptó el nombre Juan Sebastián Marroquín Santos y comenzó una vida nueva en Argentina, donde estudió arquitectura y formó una familia. Con los años asumió un rol público: escribió libros, produjo el documental Los pecados de mi padre y se ha dedicado a pedir perdón a las víctimas del narcotráfico.
“La vida estaba en riesgo todos los días… no había posibilidad de soñar”, dijo en Barcelona durante la presentación de su novela gráfica Escobar. Una educación sentimental. En ese cómic reconstruyó su niñez entre búnkeres, huidas y cartas paternales en las que Pablo Escobar le hablaba de “respetar a las personas” mientras dirigía una guerra sangrienta.
También emprendió con la marca de ropa Escobar Henao, vendida solo en el exterior por las críticas de víctimas y organizaciones. Aun así, insiste en desmitificar la figura criminal que el mundo convirtió en souvenir turístico. “Mientras Netflix glorifica, yo desactivo”, afirma.
Manuela: la niña del unicornio y el silencio perpetuo
Si Juan Pablo eligió la voz, Manuela Escobar optó por desaparecer. Nacida el 25 de mayo de 1984 en Panamá (mientras la familia huía tras el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla) fue la consentida del capo, su “princesa”. A ella le regaló un unicornio improvisado (un pony con un cuerno pegado en su cabeza) y quemó dos millones de dólares para salvarla del frío en una de sus fugas, según contó su hermano mayor. Su niñez estuvo marcada por el encierro, el miedo y los cuentos que su padre inventaba para esconderle la violencia: “Somos los ratoncitos, ya vienen los gatos”.
Tras la muerte de Escobar, el exilio los llevó primero a Mozambique y luego a Argentina, donde se convirtió en Juana Manuela Marroquín Santos. Tenía talento para el canto, pero cuando en 1999 se reveló su verdadera identidad abandonó el colegio, dejó de salir a la calle y volvió al aislamiento.
Su nombre reapareció en 2022 por una demanda contra la Dian por impuestos de propiedades que, según ella, habían sido tomadas por el Estado. Luego volvió al silencio. Su madre asegura que vive “paralizada por el dolor”.
Hoy, según diversas publicaciones, viviría en Palermo, Buenos Aires, alejada por completo de la vida pública. La información disponible sobre ella está actualizada solo hasta 2023; después de ese año no se sabe más.

Pablo Escobar: un legado que no se hereda, pero sí se carga
Al final, la historia de Juan Pablo y Manuela revela que no existe refugio suficiente cuando se nace bajo la sombra de un mito criminal que jamás pidieron cargar. Él eligió enfrentar el pasado con palabras, reconstruirse desde el perdón y hablar incluso cuando muchos preferirían que callara.
Ella, en cambio, decidió desaparecer, resguardarse del mundo y protegerse del apellido que la condenó desde la cuna. Dos caminos distintos atravesados por el mismo dolor: el de haber sido hijos del hombre que definió para siempre la violencia en Colombia.
Ambos representan la otra cara del capo: la del costo humano que dejó detrás de sus hazañas criminales. Son los sobrevivientes silenciosos de una guerra que nunca les perteneció.
Y quizá esa sea la última enseñanza de su historia: que no todo legado se hereda en dinero, fama o poder. Algunos legados (como el de Pablo Escobar) se heredan en forma de ausencias, de heridas, de silencios profundos.
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