A las siete de la mañana, cuando Bogotá todavía bosteza, la doctora María Patricia Gutiérrez de Reyes ya está despierta desde hace rato. No corre. Nunca ha corrido. Camina por los pasillos del Hospital Simón Bolívar con la misma calma con la que ha tomado decisiones difíciles durante los últimos treinta años. Sabe que en la Unidad de Quemados no hay espacio para el afán: aquí lo urgente dura semanas y lo grave se mide en vidas enteras.
Llegó a este hospital en 1987, cuando tenía alrededor de treinta años y una especialización en cirugía plástica recién estrenada. Venía de Brasil, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, donde pasó cinco años estudiando medicina y aprendiendo a mirar el cuerpo humano como un territorio que puede romperse, pero también reconstruirse. Nunca pensó que iba a quedarse. Mucho menos que ese “encargo temporal” que recibió en 1997 —coordinar la Unidad de Quemados— terminaría ocupándole tres décadas completas de la vida.
Treinta años después, la doctora Gutiérrez de Reyes sigue ahí. Tiene 68 años, está pensionada desde hace más de una década y aún entra todos los días a una unidad que nunca duerme. Ni en Navidad. Ni en Año Nuevo. Ni cuando la ciudad parece vacía. La Unidad de Quemados del Hospital Simón Bolívar siempre tiene pacientes. Siempre.
Cuando empezó, la unidad tenía 17 camas. Hoy son 53. Dieciocho para pacientes críticos, 22 para cuidado intermedio adulto y 13 para cuidado intermedio pediátrico. Hay una sala de cirugía propia, un consultorio ambulatorio para curaciones y equipos de tecnología que hace treinta años eran impensables. La doctora ha visto cada uno de esos cambios. Ha sido testigo del crecimiento, pero también del dolor constante que no se puede modernizar.
Porque si algo no ha cambiado es la naturaleza de las quemaduras. Cambian los nombres, los protocolos, los dispositivos. El fuego sigue quemando igual.

En esta unidad se atienden víctimas de líquidos hirvientes, candela, electricidad, químicos, pólvora y energía. Llegan de todas las localidades de Bogotá, de otras regiones del país y, en algunos casos, de otros países. Perú, Ecuador, islas del Caribe. El Simón Bolívar es hoy un hospital de referencia internacional en atención a pacientes quemados. La unidad está certificada por la Organización Internacional de Quemaduras y avanza hacia estándares de excelencia que se miden en supervivencia, rehabilitación y calidad de vida.
Nada de eso sería posible sin un equipo de más de 140 personas que trabajan las 24 horas del día, los 365 días del año. Cirujanos plásticos, internistas, psiquiatras, nutricionistas, terapeutas ocupacionales y respiratorios, enfermeras. La doctora Gutiérrez de Reyes no los enumera como cargos, sino como apoyos. Aquí nadie trabaja solo.
Su especialidad es la cirugía plástica reparadora. Hace reconstrucciones, injertos, correcciones. También realiza procedimientos estéticos —abdominoplastias, rinoplastias, cirugías de párpados, mentoplastias, otoplastias—, pero su trabajo central está en otro lugar: ayudar a que alguien vuelva a reconocerse frente a un espejo después de haber sobrevivido al fuego.
“No a todo el mundo le gusta esto”, dice. Y no lo dice como queja. Lo dice como constatación. Trabajar con pacientes quemados exige convivir con el dolor ajeno todos los días. Exige tomar decisiones que pesan. Exige aprender a no endurecerse del todo.
La doctora habla de los casos recientes sin levantar la voz. Un niño que se quemó en la selva con candela prendida con gasolina. Una joven de 22 años que recibió una descarga eléctrica cuando intentaba alcanzar un objeto en la terraza de su casa: llegó al hospital sin un brazo. Tres niños que estaban jugando en una habitación y terminaron en cuidados intensivos tras una descarga eléctrica. “No sabemos todavía cómo pasó”, dice. Y en esa frase cabe toda la fragilidad de la vida cotidiana.

Las causas más frecuentes de quemaduras en el mundo siguen siendo las mismas: líquidos hirvientes, fuego directo, electricidad, sustancias químicas. Estas últimas, aunque han disminuido, siguen siendo de las más devastadoras. Y la pólvora, cada diciembre, vuelve a recordarle al país que la prevención sigue siendo la asignatura pendiente.
En Colombia, la realidad es dura, especialmente con los niños. Muchos se quedan solos en casa mientras sus padres trabajan. Los accidentes domésticos ocurren en segundos. Una olla mal puesta. Un enchufe descubierto. Una chispa. Por eso, en esta época del año, la unidad se llena aún más. Hay más niños de los que debería haber. Este año ya se han presentado amputaciones de dedos. Casos que no tendrían que existir.
Aquí llegan bebés de tres o cuatro meses, adultos mayores, habitantes de calle, personas privadas de la libertad. El fuego no discrimina. La unidad tampoco.
A pesar de todo, la doctora Gutiérrez de Reyes no habla de heroicidades. Habla de trabajo. De protocolos. De prevención. Insiste en que el tratamiento más eficaz contra las quemaduras es no sufrirlas. Su mensaje se repite cada fin de año, aunque sabe que no siempre se escucha.
Hace once años podría haberse ido. Está pensionada. Cumplió metas. Transformó una unidad que hoy es referente internacional. Sin embargo, sigue ahí. Dice que todavía no tiene claro cuándo se irá. Tal vez en 2027, cuando cumpla 70 años. Tal vez entonces se dedique a estar con sus dos hijos y a consentir a sus tres nietos. Lo dice sin solemnidad, como quien no hace planes demasiado rígidos.
El trabajo es gratificante, sí. Pero también es profundamente doloroso. Ver accidentes horribles todos los días no es algo a lo que uno se acostumbre del todo. Y, sin embargo, cada mañana, la doctora vuelve a cruzar la puerta de la Unidad de Quemados del Hospital Simón Bolívar.

Por su valiente labor en Julio de 2013, fue condecorada por el Concejo de Bogotá, con la Orden Civil al Mérito. María Currea, entregada a las mujeres que sobresalen en Bogotá por su trabajo en el campo social, cultural, laboral y defensa de los Derechos Humanos.
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