Después de que Gaviria traicionará la ideología del Partido Liberal, Gustavo Petro rescató sus banderas

Del liberalismo de López Pumarejo al neoliberalismo de Gaviria, el partido traicionó su historia; hoy Petro encarna las banderas que el liberalismo abandonó

Por: Martín López González
diciembre 17, 2025
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Después de que Gaviria traicionará la ideología del Partido Liberal, Gustavo Petro rescató sus banderas
Flickr: Presidencia

La historia política colombiana no se repite por simple casualidad. Se repite porque las élites han logrado, una y otra vez, bloquear los intentos de transformación social y vaciar de contenido los proyectos que alguna vez prometieron: justicia, igualdad y modernización real. El liberalismo colombiano es quizá el ejemplo más elocuente de esa tragedia histórica.

Durante su primer mandato (1934–1938), Alfonso López Pumarejo encarnó la expresión más avanzada del liberalismo social en Colombia. Su gobierno, conocido como la Revolución en Marcha, no fue una consigna retórica, sino un ambicioso programa de reformas estructurales concebido —en palabras del propio López— como “el deber del hombre de Estado de efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución”.

Bajo esa premisa, López impulsó una reforma tributaria progresiva, fortaleció la hacienda pública, promovió la organización sindical, defendió la educación como pilar de la democracia —con un decidido respaldo a la Universidad Nacional—, lideró una profunda reforma constitucional en 1936 que consagró la función social de la propiedad y planteó una política agraria que afectó intereses históricamente intocables. Al mismo tiempo, amplió las relaciones internacionales del país con una visión moderna y soberana.

El liberalismo de López no buscaba administrar el statu quo, sino transformarlo. Y precisamente por eso desató una reacción feroz. La oposición no provino únicamente del Partido Conservador: se alinearon contra las reformas, la Iglesia, los grandes industriales, los terratenientes y los sectores acomodados que vieron amenazados sus privilegios. El miedo al “comunismo” —ese fantasma recurrente de nuestra historia— fue el argumento para frenar cualquier avance en favor de las mayorías.

El 1 de mayo de 1936, durante el desfile de las clases trabajadoras, López fue llamado “compañero” desde los balcones del Palacio presidencial. Aquella escena simbolizó una alianza inédita entre el Estado y el pueblo. Sin embargo, esa unidad fue saboteada desde dentro por sectores de derecha incrustados en el propio gobierno y en el Congreso impidieron que las reformas avanzaran con mayor profundidad. El liberalismo reformista quedó a mitad de camino.

La consecuencia fue devastadora. Las expectativas populares se transformaron en frustración; la polarización social se profundizó y la modernización del país quedó inconclusa. El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 clausuró ese ciclo histórico, abriendo paso a una violencia que marcaría por décadas la vida nacional.

La llegada de Laureano Gómez al poder en 1950, con su discurso incendiario y abiertamente antidemocrático, consolidó una narrativa que presentaba al liberalismo como una conspiración judeo-masónica y comunista. Pero lo que no logró Laureano, por la vía del autoritarismo, se consumó décadas después por otros medios.

Con César Gaviria Trujillo, el Partido Liberal rompió definitivamente con su tradición reformista. En nombre de la “modernización”, la “apertura” y la “globalización”, el liberalismo abrazó el neoliberalismo más ortodoxo: privatizando el Estado, desmantelando el aparato productivo nacional, debilitando el agro, subordinando la economía a los dictados de los organismos financieros internacionales y convirtiendo los derechos sociales en mercancías. No fue una evolución ideológica, fue una renuncia histórica.

Desde entonces, el Partido Liberal dejó de representar a las clases trabajadoras, campesinas y populares, para convertirse en un administrador del mercado y un socio funcional de la derecha. Abandonó la función social de la propiedad, la defensa del trabajo, la educación pública y el Estado como garante de igualdad. Se derechizó hasta perder su razón de ser.

En este contexto histórico aparece Gustavo Petro. Y aquí la paradoja resulta incómoda para muchos, pues Petro no inventa un nuevo proyecto político, sino que rescata las banderas que el liberalismo histórico arrió. Reforma tributaria progresiva, reforma agraria, fortalecimiento del Estado, derechos laborales, educación pública como derecho fundamental; todo eso estaba ya en la Revolución en Marcha.

Por eso Petro genera tanto rechazo en el establecimiento. No porque sea un “extraño”, sino porque recuerda lo que el liberalismo alguna vez fue y lo que el Partido Liberal decidió dejar de ser. El mismo miedo que en 1936 agitó a las élites vuelve hoy, reciclado, con los mismos calificativos y las mismas alarmas morales.

La historia no absuelve a los partidos que traicionan su memoria. Quizás la mayor ironía de nuestra política contemporánea es que el liberalismo colombiano persiga hoy, junto a la derecha, al presidente que encarna su tradición más digna. Gustavo Petro no es el sepulturero del liberalismo, es el espejo incómodo que refleja su abandono.

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