El secreto de Neira, el tranquilo pueblito cerca de Manizales, para que la vida de sus habitantes dure mucho más

Es un municipio donde la mayoría ya pasó los 60 y disfruta días tranquilos, comida sencilla y un ambiente que parece detener el tiempo

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noviembre 27, 2025
El secreto de Neira, el tranquilo pueblito cerca de Manizales, para que la vida de sus habitantes dure mucho más

Neira aparece después de una curva suave, como si el camino se tomara unos segundos para respirar antes de llegar. A veinte minutos de Manizales, el pueblo se levanta con una calma que no parece de este tiempo; una calma que casi siempre tiene que ver con la edad. En Neira, la mayoría supera los sesenta años. No es una cifra que se diga con orgullo ni con alarma, es simplemente un modo de estar en el mundo. Ellos lo llaman vivir sabroso, aunque no lo digan así. Lo practican.

El visitante que llega sin saberlo nota rápido que algo funciona distinto. La caminata por las calles empedradas se convierte en una especie de desfile lento de hombres y mujeres que avanzan sin prisa, algunos apoyados en bastones, otros con pasos firmes que no parecen pertenecer a alguien que carga más de seis décadas encima. Se saludan todos, como si el pueblo entero fuera una misma familia dispersa por manzanas. El parque central es el punto donde ese lazo se vuelve visible: allí se juntan cada mañana, a la sombra de los árboles, para repasar el día como quien repasa una vida larga y conocida.

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Neira siempre fue un municipio cuidado por la geografía. No lo tocó la guerra, y eso dejó una marca silenciosa en la manera en que se vive. La sensación de tranquilidad no necesita demostrarse, está en la postura de la gente, en el ritmo pausado con que se conversa en las esquinas, en la manera en que las tardes parecen estirarse un poco más de lo normal. Muchos han vivido en fincas cafetera desde que tienen memoria; otros pasaron su juventud entre tareas del campo que los obligaron a hacerse fuertes sin quererlo. La longevidad, dicen algunos, debe tener algo que ver con ese pasado sin lujos, sin excesos, sin ruido.

A veces el alimento también ayuda. En Neira todavía se cocina como antes, con los productos que salen de la tierra cercana. Comen fríjoles espesos, mazamorra tibia, café recién tostado. Hay un dulce que todos mencionan y que aquí adquiere categoría de orgullo local: el corcho. Una gelatina espesa hecha con mano de res y panela que se mastica con paciencia. Dicen que es energético, nutritivo, casi milagroso. Nadie lo confirma con estudios, pero en un pueblo donde abundan los abuelos activos, cualquier teoría termina encontrando un lugar.

Las noches no duran demasiado. A las nueve, casi todos se han recogido. Despertarse a las cinco es una costumbre que no se discute. Algunos salen a caminar por las calles reales; otros trotan sin importar la edad, convencidos de que el cuerpo se mantiene si se le insiste. La actividad más simple es también compañía: muchos se encuentran en pequeños cafés del centro para tomar un tinto que calienta y ordena la mañana. En un salón cercano se escuchan todavía los golpes secos de las bolas de billar. Allí se juntan hombres que, aunque presumen estar viejos y casi ciegos, siguen jugando con una habilidad que contradice cualquier cosa que digan sobre sí mismos.

El pueblo tiene, además, un lugar donde la vejez es acompañada con paciencia: el Centro de Protección Social para el Adulto Mayor. Es una casa amplia que huele a jabón, a comida recién servida, a conversación lenta. Allí viven algunos abuelos y otros llegan a pasar el día. Participan en actividades, pintan, cocinan, ayudan a ordenar el lugar. Volver a ser niño es parte del ciclo, dicen las cuidadoras mientras acomodan las habitaciones o levantan una risa a punta de pura dedicación. Cuidar, en Neira, todavía se hace con un tipo de devoción que ya no abunda.

Todo en este municipio parece recordarle al visitante una verdad simple: el tiempo no corre igual cuando la vida ha sido trabajada desde temprano. Muchos crecieron en fincas donde el día empezaba a los ocho años, entre cafetales que exigían manos pequeñas y disciplinadas. No había espacio para los caprichos; los padres eran figuras duras, imprescindibles, que enseñaban por ejemplo más que por afecto. De ese mundo quedó una generación fuerte, resistente, que encontró en la madurez un lugar más blando.

Neira no es un pueblo detenido. Es un pueblo que decidió no apurarse. Allí se envejece con una dignidad que casi siempre nace del trabajo, de la alimentación sencilla, del sueño temprano, del deporte sin aspavientos, del café conversado en la plaza. No tienen un secreto grandilocuente; apenas una manera de vivir que, sin proponérselo, se volvió larga.

Quien regresa a la carretera después de visitarlo lleva una sensación que no termina de explicarse. Tal vez sea la impresión de haber visto cómo podría ser la vida cuando se la toma con menos prisa. Tal vez sea el recuerdo de esos abuelos que caminan despacio como si hubieran aprendido a no desperdiciar los pasos. Tal vez sea la sospecha de que, en Neira, el tiempo no pesa igual. Allí, simplemente, la vida dura más.

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