A un kilómetro de la playa más bulliciosa de Santa Marta, donde los turistas se apiñan para abordar lanchas hacia Playa Blanca o el acuario, hay un pedazo de olvido flotando sobre el Caribe. La llaman Isla Pelícano, aunque los lugareños también le dicen El Morrito de Gaira. Desde la arena repleta de vendedores y niños jugando, se ve como un pequeño bulto en el agua, pero allí hay ruinas de otra historia, una que casi nadie recuerda.
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El islote, de roca viva y maleza quemada por el salitre, guarda en su cima una estructura en ruinas: paredes resquebrajadas, piscinas vacías donde la marea alguna vez se mezcló con el cemento, escaleras que crujen como huesos viejos. No hay señales, no hay turistas. Solo el viento y el rumor de que, en tiempos no tan lejanos, aquello fue un club privado de lujo, nacido del capricho y del poder.
Llegar hasta allá no es fácil. Pero los barqueros que llevan y traen personas hacia Playa Blanca, los pueden dejar allí me, en un muelle corroído. Me dio dos horas. Mientras las embarcaciones se alejaban, la isla me recibió con el sonido de las olas rompiendo contra sus piedras filosas.
Todo empezó en 1966, cuando la isla, que era propiedad del Estado colombiano —como casi todas las islas y playas del país—, fue arrendada a un hombre con contactos, Gustavo Díaz Segovia. Empresario hotelero, gastronómico y musical, Díaz Segovia logró que el Incora, la institución encargada de la reforma agraria, le arrendara el islote por una suma simbólica, casi irrisoria. El acuerdo era claro: diez años de uso y luego devolución.
Pero los hombres de poder son expertos en olvidar los acuerdos cuando les conviene.
La estructura creció. Díaz Segovia construyó un club náutico. Una piscina que robaba el agua del mar, habitaciones de piedra, salones de fiesta abiertos al horizonte. El acceso era exclusivo; quienes llegaban, desembolsaban pequeñas fortunas por sumergirse en esa élite de arena y sal. El negocio fue tan próspero que el empresario logró extender el contrato hasta 1986, siempre con la bendición silenciosa del Incora de aquel tiempo.
Con el paso de los años, Díaz Segovia no quiso soltar su paraíso. Alegó que llevaba más de dos décadas de uso continuo, lo suficiente para reclamar propiedad sobre "terrenos baldíos" según la legislación de la época. Y el Incora, esa institución que había nacido para democratizar la tierra, le otorgó oficialmente el título de propiedad en 1979.
La historia podría haber terminado allí, como tantas otras en este país donde la ley a menudo es un papel mojado. Pero alguien en la Procuraduría General de la Nación pensó distinto. Abrió una investigación, argumentando lo obvio: que las islas del país pertenecen a la nación y que, por tanto, no podían ser vendidas ni regaladas. El primer intento de recuperar el islote fracasó: el Tribunal Administrativo del Magdalena desestimó el caso, considerando que ya había pasado demasiado tiempo.
Pero los funcionarios no se rindieron. Llevaron el caso al Consejo de Estado, que doce años después, en un dictamen tan tardío como inapelable, ordenó que la isla volviera a manos del Estado.
Aunque Diaz Segovia entegó la isla y salió de ella, hoy, el Morrito de Gaira es apenas una carcasa. No hay guardias, no hay proyectos de restauración, no hay placas conmemorativas. Solo quedan los vestigios de la avaricia, el eco de las fiestas privadas, los pelícanos que regresaron a posarse sobre las vigas rotas.
La historia de esta isla es, como tantas otras en Colombia, una historia de cómo el poder arranca pedazos de lo que debería ser de todos, y de cómo, incluso cuando se recupera, ya es demasiado tarde.
En el siguiente video, el Youtuber Kevin Bolaños, narra la historia completa y su odisea de llegar hasta allá.