Así era el Café Windsor, el epicentro cultural donde Bogotá aprendió a debatir al calor de un buen tinto

En la esquina de la Séptima con 13 funcionó el café donde escritores, políticos y hacendados definieron parte de la historia bogotana

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noviembre 22, 2025
Así era el Café Windsor, el epicentro cultural donde Bogotá aprendió a debatir al calor de un buen tinto

En la esquina de la carrera séptima con la calle 13, en pleno corazón de la antigua Calle Real de Bogotá, funcionó durante décadas un lugar que marcó la vida cultural y política de la ciudad: el Café Windsor. El local ocupaba una vieja casona del centro y nació en 1912, cuando los hermanos Agustín y Luis Eduardo Nieto Caballero decidieron abrir un sitio de tertulias en una Bogotá que apenas empezaba a modernizarse. Agustín, con tan solo 23 años, imaginó un espacio íntimo, casi sombrío, siempre impregnado de olor a tabaco, que rápidamente se volvió punto de encuentro de la élite bogotana.

A mediodía, cada semana, el Windsor se convertía en un hervidero de ideas. Por sus mesas pasaron intelectuales, artistas y políticos como León de Greiff, Germán Arciniegas, Luis Tejada y Ricardo Rendón. Allí se discutía sin pausa: política, literatura, poesía, música. Entre violines y pianos que amenizaban las primeras décadas del siglo XX, se forjaron amistades, disputas y obras que hoy hacen parte de la memoria cultural de la ciudad.

Junto con otros cafés legendarios —el Automático y La Cigarra— el Windsor fue símbolo del bullicio intelectual de la época. En sus pequeñas mesas para cuatro personas solían apiñarse hasta siete tertulianos, todos con sombrero, como dictaba la etiqueta de la Bogotá fría y conservadora del siglo pasado. Los debates políticos, especialmente sobre el Partido Liberal, hacían del café una suerte de parlamento espontáneo donde todos opinaban.

Pero no solo entraban escritores y caricaturistas. También era el lugar predilecto de hacendados, ganaderos y agricultores que bajaban al centro para cerrar negocios sobre ganado, trigo o cebada, mientras tomaban café o sifón y observaban la lluvia caer por los ventanales, con el tranvía avanzando por la Séptima.

Para figuras como León de Greiff o Germán Arciniegas, el Windsor no tenía comparación posible: no se parecía a los cafés de París ni a los de Viena. Era, simplemente, el sitio donde los hombres bogotanos llegaban a tomar café, escuchar sonetos, debatir, refugiarse de los aguaceros y, sobre todo, mantener puesto el sombrero, parte esencial del atuendo citadino.

Doce años después de su apertura, el 14 de febrero de 1924, el Windsor fue escenario de un episodio trágico: en esa misma casona murió el general Benjamín Herrera, militar caleño, exministro de Agricultura y consejero municipal de Bogotá.

Arciniegas recordaba que el café había sido pensado para un público “pro”, pero terminó tomado por jóvenes beligerantes que bebían al fiado, a quienes luego se sumaron intelectuales, profesores, abogados, fotógrafos, toreros, militares, estudiantes y funcionarios. Era, en el fondo, una pequeña república democrática donde la conversación era el único requisito de entrada.

Café Windsor

En los cafés del siglo XX —y el Windsor no fue la excepción— casi no había mujeres. Su presencia se veía con recelo, en parte porque al caer la noche muchos cafés se convertían en licoreras atendidas por coperas. Hacia 1930, la mayoría de establecimientos del centro reemplazaron a los meseros hombres por mujeres. El Windsor fue el último en resistirse, hasta que sus dos meseros, Adolfo y Eliseo, renunciaron, obligando a los Nieto Caballero a adaptarse a la nueva costumbre.

La inauguración del Windsor coincidió con el nacimiento de una vida urbana más vibrante: empezaron a aparecer clubes, teatros, cabarets, restaurantes y salas de cine. Tanto así que se decía que Bogotá “vivía del tinto”. Los cafés se multiplicaron entre la Avenida Jiménez, la Séptima y las calles aledañas, llenando los primeros pisos de casonas coloniales o de locales europeos con parasoles rayados.

En los años treinta, sitios como La Bota de Oro, el Café Inglés y el propio Windsor recibían a personajes como Álvaro Castaño Castillo, Alberto Lleras Camargo y el propio Arciniegas. Pero los cambios urbanísticos del centro y la transformación de las viejas casas obligaron a los hermanos Nieto Caballero a cerrar finalmente el emblemático café.

Agustín Nieto Caballero, el hombre detrás del Windsor

Nacido el 17 de agosto de 1889, Agustín Nieto Caballero vivió la transformación de una Bogotá que estrenaba su primera línea férrea, el futuro Tren de la Sabana. Huérfano desde niño, fue criado por sus tíos y educado en instituciones como el Colegio Americano, el Liceo Mercantil y los Hermanos Cristianos.

Luego viajó a Europa, donde estudió Derecho en París y más tarde filosofía y ciencias en la Sorbona y el Colegio de Francia. Allí conoció de primera mano las nuevas corrientes pedagógicas que abandonaban el castigo como método principal y se acercó a figuras como Ovidio Decroly.

Al volver a Colombia quiso reformar la educación pública, pero las trabas burocráticas lo llevaron a fundar en 1914 el Gimnasio Moderno, la primera gran escuela de la pedagogía activa en Suramérica. Excursiones, trabajos manuales, disciplina basada en la confianza y métodos dinámicos de enseñanza rompieron con la tradición colombiana y marcaron para siempre la educación del país.

En 1915 se casó con Adelaida Cano, la famosa “Doña Adelaida”, cuyo nombre lleva la casona de Villa Adelaida en Chapinero. Juntos trabajaron por la educación y crearon las Cajas Escolares para garantizar alimento y vestuario a estudiantes pobres. “No se puede enseñar a quien tiene hambre y frío”, decía él.

En 1928 fundó el Gimnasio Femenino y organizó bibliotecas con material histórico y metodológico que aún influyen en la enseñanza colombiana.

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