Para bien y para mal el presidente Gustavo Petro es un revolucionario. Ha logrado hacer una revolución diferente a la que esperaban propios y extraños, para usar una expresión ya casi mañé, y mal que bien ha revolucionado las costumbres morales. Hoy lo bueno es malo y lo malo es bueno. Los asesinos son gestores de paz y la decencia es una actitud burguesa mandada a recoger.
La Picota no es un sitio donde los delincuentes purgan sus penas, sino un lugar donde se fraguan coaliciones electorales y se decide el futuro del país. Petro no es el revolucionario comunista que algunos temían, ni es el socialista que llegó a hacer la revolución proletaria que algunos querían, pero si ha transformado conceptos y costumbres que han producido una auténtica revolución cultural, de inversión conceptual como la de nombrar ministros incompetentes para mostrar que todos tienen derechos o llevar al gabinete a funcionarios porno o transexuales para exhibir impúdicamente la igualdad.
Petro es más un transgresor que un revolucionario, en el sentido clásico de la palabra. Pero ha generado una verdadera revolución, no social, sino ambiental, por aquello de que “ser de ambiente”, como se decía en la década de los 80 en la discoteca Piscis en Bogotá, es parte de las improntas que conllevan ese cambio de valores y esa transformación del pensamiento tradicional.
Petro hizo la revolución gay en Colombia. La comunidad LGBTI, como nunca había sentido que un líder se abriera tanto a la diversidad y lograra derribar las puertas de los closets y exponer las conductas engavetadas, así lo haya hecho casi vulgarmente, para mostrar la diferencia. El derecho a la diferencia se volvió casi sagrado y el culto a la diversidad prácticamente se ha apoderado de todos los escenarios con la tolerancia timorata de quienes se pliegan so pena de caer en la estigmatización como representantes de la exclusión. Hoy maricas y lesbianas lo consideran su héroe y por lo menos en ese sector de la población Petro pasará a la historia como un auténtico revolucionario.
Pero como toda acción causa una reacción, la contrarrevolución se puso en marcha. Los excesos y la sobreactuación presidencial que incluía mostrar deliberadamente que se paseaba en Panamá de la mano con una travesti o fomentar la ideología de género en las escuelas ha desbordado la paciencia de quienes, sin ser necesariamente homofóbicos, no están dispuestos a que sus hijos sean formados en una contracultura que pretende aplastar las tradiciones y costumbres de un país mayoritariamente católico.
Ya hay una masa crítica cada vez menos silenciosa que está lista para enfilarse en las causas que pretenden restaurar los conceptos del respeto a la familia y a la educación desde el hogar. La preponderancia gay y la casi revanchista oleada de manifestaciones y expresiones que reivindican la orientación sexual como un tema de orgullo humano o incluso de despertar espiritual han llenado la copa a muchos heterosexuales que ahora son quienes se sienten como los excluidos.
La primera en poner el grito en el cielo fue la más firme candidata del Centro Democrático, María Fernanda Cabal. Ella ha denunciado y protestado airadamente contra lo que llama “inversión de valores” y ha manifestado claramente que no se trata de los derechos de los homosexuales, que están inscritos en la Constitución, sino que estos no estén por encima de los demás derechos humanos, los de los niños, los de las mujeres y los de los heterosexuales.
En general, tiene claro que hay que defender los derechos de los homosexuales, pero que esto no significa caer en la apología al homosexualismo. No cree que haya derecho a que el estado se meta a deformar o a influir a los niños sexualmente con el pretexto de respetar su libertad, y menos que los induzcan a dudar de su propio conocimiento corporal. Y los colombianos que mandan sus hijos a los colegios a completar su formación para la vida sienten que hoy se deseduca y se deforma la construcción en valores. Hoy creen que es necesario hacer el cambio para recuperar el derecho de los padres a educar sexualmente a sus hijos.
Pero quizás quien más claro lo tiene es el candidato sorpresa, Abelardo de la Espriella, quien ya ha comenzado a hablar incluso de la contrarrevolución cultural que hoy urge en Colombia. Sin ningún complejo de derecha usa la expresión contrarrevolución para afirmar que va a hacer trizas la revolución petrista. Que si alguien cree que la debacle en la salud propiciada por este gobierno es un acto revolucionario, que se prepare y se atenga porque no solo le va a desbaratar su chu chu chu, sino que les cobrará su desastre.
Que si alguien considera que haber violado las normas que regían para nombrar diplomáticos colombianos en el exterior es una acción revolucionaria, que se prepare y se atenga porque va a destripar esa manera burda de actuar, la cual además considera irresponsable e irrespetuosa con la comunidad internacional. Y por contra, va a nombrar solo funcionarios de carrera o en casos de requerimientos puntuales enviará personas con especialidades pertinentes y por meritocracia, no por pagos electorales.
La revolución petrista, que no está inspirada en los principios altruistas que dieron origen al marxismo leninismo en el sentido de buscar un mundo mejor donde no existiera la explotación del hombre por el hombre, sí ha tomado las banderas de sus mentores, pero en sus anacrónicos preceptos, ya revaluados por la historia, como el de la redistribución de la riqueza, cuyos experimentos fallidos en el mundo lo que lograron fue redistribuir la pobreza y arruinar los países.
Con una clara tergiversación conceptual y una sobredosis de maniqueísmo, lo que redistribuyó la revolución petrista fue la riqueza de los corruptos. Porque lo que antes se robaban los políticos de la derecha ahora lo hacen los de la izquierda. Esa redistribución de la corrupción que cínicamente algunos justifican con frases como “que roben, pero que no sean los mismos”, que hasta sirvió para que muchos desencantados con la clase política dieran su voto al petrismo en el 2022, hoy está en la mira de la contrarrevolución de Abelardo De la Espriella.
María Fernanda Cabal y Abelardo de la Espriella coinciden en que lo políticamente correcto es incorrectamente político. Que bajo esta mampara se producen las más variopintas expresiones del todo vale y que la revolución de Petro le ha dado patente de corso a la corrupción de los petristas. Por eso María Fernanda habla de reinvertir los valores y De la Espriella jura que hará la contrarrevolución cultural. Sabe que a los corruptos no solo toca quitarles la chequera, como decía Rodolfo Hernández, sino que hay que quitarles la libertad, así haya que preparar un ejército para derrotarlos. Algo así como la contra, un grupo elite dedicado a investigar y capturar corruptos para encerrarlos de forma ejemplarizante.
Sobre todo, porque De la Espriella y Cabal saben que la batalla por la restauración moral requiere valor y decisión. Entienden que lo que Gustavo Petro sí copió al pie de la letra del camarada Vladímir Ilich Lenin fue el concepto guía de su postura moral, según el cual “lo bueno es lo que le sirve a la revolución y lo malo es lo que no le sirve”. Con este racero moral Petro considera válido pararse con un megáfono en las calles de Nueva York a pedirle a los soldados norteamericanos que no cumplan las órdenes de su presidente Donald Trump, pero considera inválido que la candidata Vicky Dávila se pare en una calle con megáfono en mano para pedirle a los soldados colombianos que no se alíen con el Cartel de los Soles de Venezuela. Ahora, en la nueva narrativa revolucionaria, donde lo ilegal se vuelve legal quitándole la letra i, la sediciosa es Vicky. Y sí, los dineros ilícitos se vuelven lícitos al quitarles la 'i' el Pacto de la Picota 2.0 traerá frondosos aportes blanqueados para revolucionar la cultura del crimen. Entonces De la Espriella tendrá que poner los puntos sobre la í y será legítima la contrarrevolución.
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