Bajo un cielo que comenzaba a teñirse del negro intenso que antecede la noche, las primeras notas de “Welcome to the Jungle” estallaron en el aire. Fue la guitarra punzante de Slash, rasgando la oscuridad con ese riff que se ha vuelto himno universal, la que abrió una puerta: la del sueño colectivo de más de treinta mil almas reunidas en el Vive Claro, dispuestas a vibrar con cada coro, cada coro susurrado y cada golpe de batería.
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Era uno de los conciertos más esperados del año. Para una ciudad que se debate entre el vértigo urbano y el anhelo de grandes espectáculos, la llegada de Guns N’ Roses significaba un momento de consagración. La banda estadounidense —nacida en 1985 en Los Ángeles bajo la batuta del vocalista Axl Rose y el guitarrista Izzy Stradlin— ha construido una leyenda con altibajos, rupturas y regresos. Izzy no acompaña la alineación actual, pero su huella permanece intacta. En Colombia han estado ya cuatro veces; esta fue —para muchos— la más potente.
El concierto promovido por Ocesa y Páramo Presenta, con el respaldo primordial de Claro Colombia como patrocinador, fue un éxito colectivo: una empresa, una promotora y un operador de telecomunicaciones apostando por lo grande, junto con una ciudad que necesitaba sentirse capaz de albergar un espectáculo de talla mundial.
Luego de que Axl, Slash y compañía pisaran el escenario y las guitarras se alzaran como hachas en la penumbra, los acordes no se silenciaron durante aproximadamente tres horas. No hubo pausas. El público fue llevado de la mano por un recorrido por cuatro décadas de historia musical.
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El repertorio fue un festín, verdaderamente: canciones como Bad Obsession, Live and Let Die, You Could Be Mine, Knockin’ On Heaven’s Door, Estranged, Sweet Child O’ Mine y November Rain sonaban como reliquias vivas, dejando huellas nuevas. En cada estribillo resonaba la emoción, y en cada solo de guitarra se redescubría la épica del rock.
Era un concierto hecho para estar de pie, saltando, gritando, llorando —para sentirse parte de algo mayor. Lo que empezó como un rumor de buenas intenciones terminó convertido en una fiesta total, de principio a fin.
El Vive Claro respondió
Vive Claro, el recinto que hasta hace poco parecía utopía, fue puesto a prueba, y salió con nota alta. Inaugurado en 2025 con capacidad para cuarenta mil personas y emplazado cerca al Parque Simón Bolívar, en un predio de 24 hectáreas, funciona ya como un espacio multipropósito para conciertos y eventos masivos.
Durante semanas, algunos vaticinaron que la estructura no resistiría. Que los permisos vendrían tarde. Que los técnicos del IDIGER y los bomberos no darían luz verde. Y aunque efectivamente, los permisos llegaron apenas 3 días antes del concierto y la sombra de la cancelación del concierto de Kendrick Lamar, tenía prendidas las alarmas. Pero ocurrió algo decisivo: Ocesa, Páramo Presenta y su respaldo institucional lograron sortear esos obstáculos y transformarlos en una narrativa de triunfo: las tarimas respondieron. El sonido no se rompió. Cada asistente encontró su silla, su ubicación, su espacio, y fue atendido por el personal asignado para guiarlo. Fue una organización meticulosa con el pulso del caos bajo control. Tenían que responder por lo alto y lo hicieron.
Más allá del escenario
La noche no fue solo un triunfo musical; también lo fue en impacto económico y cultural. Se calcula que más de $2300 millones ingresaron por impuestos, mientras que el efecto turístico se pudo tasar en más de $7000 millones, pues alrededor del 30 % de los asistentes vinieron de otras regiones del país. La movilización de locales, hospedajes, gastronomía y comercio dejó una estela vibrante por donde pasó el público rockero. El éxito deja un contraste claro: el Vive Claro no fue un experimento fallido, sino una pista de despegue.
En medio del fragor del sonido, hubo pequeños gestos que quedaron como postales. Slash, con su sombrero y melena inconfundible, recortado contra las luces; Axl Rose moviéndose de un lado para el otro, abriendo su garganta al viento colombiano; en “Civil War”, Axl levantó la bandera de Palestina, un acto político fugaz que generó murmullos incluso entre quienes solo vinieron por la música.
Cuando los últimos acordes se apagaron y las luces se encendieron, quedó claro que esa noche sería sellada como histórica en la memoria colectiva de los asistentes. No solo por ver a Guns N’ Roses, sino por lo que representó: la consolidación del Vive Claro como escenario funcional para eventos mayores, el triunfo logístico frente al miedo a la cancelación, y la reafirmación de que Bogotá merece poderse mostrar ante el mundo.
Esa noche del 7 de octubre no fue solo un concierto: fue una ceremonia colectiva, un instante compartido donde la música fue fuerza, memoria y esperanza. Y así con los aplausos que pusieron a temblar las entrañas del lugar, Bogotá volvió brillar en el mapa global del espectáculo.
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