Salir de Bogotá un domingo en busca de un buen almuerzo es casi un ritual. La ciudad, con su tráfico y su ruido, empuja a los capitalinos a escapar aunque sea por unas horas. No se trata de viajes largos ni de planes complicados: basta con elegir un pueblo cercano, pasar uno o dos peajes, y sentarse a la mesa para recordar que la vida también sabe a leña, a trucha fresca o a arepa de maíz. Aquí tres opciones a menos de dos horas de la capital.
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1. La Calera
A solo 18 kilómetros del norte de Bogotá, atravesando la vía que sube por la calle 85, La Calera es la escapada más rápida. Con un solo peaje, el plan es sencillo: llegar, recorrer el pequeño casco urbano y sentarse en alguno de los restaurantes campestres que sirven desde parrilla hasta sancocho de gallina. Lo que atrae es la vista: desde varios miradores se alcanza a ver la sabana bogotana como un mapa verde extendido. Es ideal para quienes no quieren manejar mucho y prefieren invertir el tiempo en sobremesa.
2. Sopó
Un poco más al norte, pasando por la autopista hacia Tunja, aparece Sopó, a unos 40 minutos de Bogotá. El trayecto implica dos peajes, pero lo compensa la tranquilidad del pueblo, su plaza central y la famosa fábrica de Alpina, que recibe visitantes con helados y postres. Sopó se ha convertido en un destino gastronómico con restaurantes campestres donde reinan las carnes a la brasa y las sopas de cuchara. Además, es un lugar para caminar sin afán, mirar las montañas que lo rodean y comprar un queso fresco antes de volver.
3. Cajicá
Apenas más adelante de Chía, a unos 45 minutos de la capital, Cajicá es otro de esos pueblos que mezclan tradición con modernidad. El acceso es sencillo: dos peajes y una vía que suele estar despejada en la mañana. Su plaza es amplia, con la iglesia como protagonista, y alrededor hay restaurantes de comida típica cundiboyacense. El ajiaco, el cuchuco y la fritanga son obligatorios. También es un buen lugar para detenerse en las panaderías y llevar almojábanas, que muchos dicen son las mejores de la región.
Salir un domingo a estos pueblos no es solo comer: es cambiar el ritmo, respirar aire fresco y sentir que la ciudad queda atrás aunque todavía esté a la vuelta de la esquina.
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