'Le docteur' y su ínsula luz

'Le docteur' y su ínsula luz

"Él hablaba de progreso para todos. Nunca explicó quiénes eran todos, así que los soñadores lo acusaron de pensar apenas en unos poquitos"

Por: Javier Correa Correa
mayo 06, 2016
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'Le docteur' y su ínsula luz

En un lugar de la Sabana, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un tunante de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. El hombre, de barba corta y cana, había heredado un reino no muy rico, que de todas formas dejaba grandes ganancias a sus arcas.

Un día regresó a la Europa de sus ancestros, en plan de vacaciones. Era muy joven para la universidad, de modo que tomó su vihuela heredada y decidió viajar a la Ciudad Luz, a ver si allí recibía iluminación por ósmosis. Nada. Debía justificar ante sus padres el tiempo que estuvo en la Francia de les docteurs, así que tuvo la buena idea de autoproclamarse docteur.

Eso tan lejos… nadie se daría cuenta.

A le docteur le gustaba la música. Ya mencionamos su vihuela. Le encantaba escuchar a los pajaritos en la mañana, pero su afición por los franceses hizo que les cogiera una rabia placentera a los prusianos, que después fueron alemanes. Y como no sabía de geografía, confundió esas tierras con las de los países bajos, donde llenaban con tierra las playas para construir cosas, casas o lo que fuera. Como seguía despistado con aquello de la geografía, terminó haciendo negocios con unos suecos, fabricantes de carruajes rojos con acordeones alemanes en la mitad.

Toda una sinfonía. Los pajaritos podían esperar.

Cuando les mostró a sus padres el título de docteur, les rogó que lo nombraran gobernador de una ínsula y ellos, muy condescendientes, le ayudaron en lo que pudieron. Vivían orgullosos de su benjamín. Es un decir, porque ese no era su nombre, no hay que confundir. Él había recibido en la pila bautismal un nombre de origen germano, que significa algo así como “Amo de la casa o Jefe de la patria”. Razón de más para que sus padres hicieran lo que estuviera a su alcance para honrar no el apellido sino el nombre. Tenían, sí, escudo de armas, adornado con un avestruz de color azur, que no se puede definir si es azul oscuro o claro. Pero es bonito. La avestruz esconde la cabeza cada vez que la embarra, eso sí.

Le concedieron una ínsula: Barataria, inmortalizada por un manco, hace cuatro siglos. La rebautizó como Ínsula Luz, para reforzar la idea de que había estudiado en la tierra de la legalité, la egalité y la fraternité. Hizo y deshizo y cuando se cansó, montó en su rocín flaco y emprendió el viaje de regreso, pero el pobre jumento andaba demasiado despacio, así que tuvo la genial idea de hacer una vía elevada por la que, en vez de carretas, circularan los carruajes rojos adornados por un acordeón en la mitad. Cabalgó mientras tanto en un caballo de madera, lastimera imitación del de Troya, y creyó volar.

Desde el cielo imaginó potreros sin árboles y tuvo otra idea genial. Haría castillos en los potreros, no importaba que hubiera ríos, al fin y al cabo podría desviar las aguas. O secarlas. Y problema solucionado. El sitio que más le gustó tenía el nombre de un holandés, un tal Van der Hammen, no importaba que algunos soñadores se opusieran.

Decidió regresar a Barataria, otra vez como gobernador de la ínsula. Y sí, desde el cielo había visto que era como un pequeño lote rodeado de agua.

Él hablaba de progreso. Para todos. Nunca explicó quiénes eran todos, así que los soñadores lo acusaron de pensar apenas en unos poquitos, y él dijo que eso era irrelevante. Se olvidó de los pajaritos que piaban en la campiña y sugirió que… no sugirió, la verdad.

Siguió con sus planes, pues se sentía investido de un poder tan grande como su ego.

Pero alguien que había viajado en un navío un poco más moderno a la Ciudad Luz, y hablaba el francés a la perfección, se dio cuenta de que le docteur no era le docteur. Y se armó la de troya. Como el caballo que él quiso imitar.

Una vez se refirió al tema y lo desmintió. Una segunda vez se refirió al tema y dijo que la culpa era de un loco nativo de un lugar de la Mancha. O de la Sabana, ya dijimos que no era muy ducho en geografía.

El que hizo la denuncia le pidió la renuncia, pero le docteur no sabía de rimas. Y siguió campante en la dirección de Barataria, en cuyo palacio de gobierno tenía una muy bonita imagen del conquistador español que había despellejado a un indio que no había querido entregarle el oro.

Se le ocurrió algo más. No importaba si sus ideas eran geniales o no, pero tenía ideas. Y como las comunicaciones les permitían a los que estaban lejos hacer sus denuncias, un día en el que todavía trinaban los pajaritos (no en twitter, sino los pajaritos de verdad), dijo que quería vender la empresa de comunicaciones. Y asunto arreglado.

Otra vez los soñadores le respondieron que no, que esa empresa era de todos, que prestaba un buen servicio y producía ganancia para todos, todos. Pero él insistió. Que para eso era el gobernador: para hacer lo que se le viniera en gana. Terco, eso sí. Irrelevante, pero terco.

Abogados, licenciados, docteurs, poetas, jinetes, aviadores, ecologistas, abogados, periodistas, amas de casa, sastres, campesinos, músicos, médicos, bomberos, arquitectos, desempleados, profesores y estudiantes le pidieron que no construyera castillos en el lote donde vivían los pajaritos, que además no vendiera la empresa de las comunicaciones, y que mostrara su diploma de docteur… pero nada. Así que, y como le dijera el mismísimo Miguel de Cervantes al gobernador de la ínsula, le gritaron a viva voz: “Eres un mentecato, y perdóname, y basta”.

@JavierCorreaCor

 

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