Durante largas y angustiosas décadas, hombres y mujeres pasaron casi toda su vida echando pala a las afueras de las minas de Muzo y en las laderas de los ríos cercanos buscando una esmeralda que los sacara de pobres. Muchos guaqueros se hicieron viejos con la ilusión de un hallazgo que nunca llegó. Hoy, con los años sobre los hombros y los huesos cansados, lo único que conservan esos viejos y viejas es el recuerdo del barro pegado al cuerpo, el dolor en las manos callosas y la incertidumbre de cada día.
En medio de ese panorama que parecía no tener final apareció algo que, para ellos, era tan raro como encontrar una gema perfecta: la Fundación Muzo. Un lugar que desde 2014 los acogió como una casa grande donde caben muchos. Esta organización sin ánimo de lucro, nacida de las entrañas de la Compañía Muzo Colombia, la entonces empresa nueva que iba a sacar las esmeraldas de las minas tradicionales del occidente de Boyacá, empezó a reescribir la historia y la vida de decenas de guaqueros, una historia que trajo esperanza, paz y prosperidad para la región.
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Los proyectos de la Fundación Muzo, dirigida por la antropóloga y bióloga de la universidad de Los Andes, María Luisa Durrance, no llegaron como discursos ni promesas; llegaron en forma de platos de comida caliente, gallinas ponedoras, huertas, viveros, becas para estudiantes y, sobre todo, algo que en la región escaseaba: atención y respeto y para hacerlo realidad invirtió cientos de millones en ello, 10 veces más de lo que la ley le exige a las empresas en programas de responsabilidad social y sostenibilidad.
La primera prueba de que algo estaba cambiando fue El Mirador de los Abuelos, un comedor comunitario que, a simple vista, parece una estructura sencilla, pero para cerca de 300 adultos mayores significa la diferencia entre comer y no comer. Allí en este lugar de Muzo, las decenas y decenas de personas que pasaron toda la vida buscando esmeraldas y fortuna sin éxito, encuentran hoy sopa humeante, arroz recién servido y un buen pedazo de carne por el que no tienen que pagar. Muchos llegan en ayunas, pero con la certeza de que allí nadie les va a cerrar la puerta.
La fundación Muzo, una devolución de lo que la montaña le entrega a la compañía minera, no solo piensa en la mesa. Su visión abarca todo el territorio que rodea la mina Puerto Arturo, especialmente Muzo y Quípama. Detectaron que la región necesitaba más que caridad: necesitaba herramientas. Así nacieron proyectos productivos como el galpón de gallinas, que comenzó con 200 aves y hoy tiene más de 1.600. Hombres que antes solo sabían cargar una pala, como don Rafael Sierra, aprendieron a contar huevos, a calcular su alimento y a convertir la crianza en una fuente de ingresos. Lo mismo ocurrió con los cultivos de cacao, cilantro, aguacate y plátano, con los estanques de peces y los huertos comunitarios. Cada proyecto deja algo de dinero en los bolsillos y, lo más importante, devuelve un sentido de propósito.

Quien hoy visita Muzo encuentra escenas que hace quince años eran impensables: más de 300 hectáreas de cultivo de cacao que dejan buenas ganancias a los campesinos vueltos emprendedores, ancianos que se reúnen a almorzar sin la ansiedad de no saber qué comerán mañana; campesinos que aprendieron a cultivar cacao en lugar de vivir a la espera de un hallazgo en la mina; jóvenes que sueñan con becas para estudiar fuera del pueblo. La Fundación Muzo se convirtió en un puente entre esa vieja cultura minera, marcada por la informalidad y la violencia, y un futuro que promete algo más estable.
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Para los mayores, la ayuda tiene un sabor casi milagroso. Ellos, que durante décadas fueron invisibles y que sobrevivieron al filo de la pala y la violencia de los tiempos de la bonanza, como lo cuenta la abuela Miriam Stela Salamanca, hoy sienten que, por primera vez, alguien los mira de frente.
La comida gratuita, la atención médica y el acompañamiento social les devolvieron una dignidad que creían perdida. Y aunque algunos recuerdan con nostalgia los tiempos en los que la esmeralda corría por el pueblo como agua de río, reconocen que esta es la primera vez que reciben algo sin tener que arriesgarlo todo y sin importar si tienen suerte o no.

La fundación también trabaja con estudiantes y familias de mineros, porque entendió que el ciclo de la pobreza y la guaquería solo se rompe si hay otra opción. Por eso entrega kits y uniformes escolares, promueve becas de educación superior y hasta impulsa escuelas artísticas y deportivas. Es un intento por sembrar en las nuevas generaciones un futuro que no dependa de la pala ni del azar.
No todo ha sido fácil. En los primeros años, la desconfianza rondaba. Había quienes pensaban que todo sería pasajero, que ese comedor comunitario cerraría o que las gallinas morirían al poco tiempo. Pero la constancia de la Fundación Muzo fue desarmando esas dudas. Hoy, los viejos la defienden como defienden el único techo que tienen, la defienden como defienden su propia casa; los campesinos cuidan los proyectos productivos porque saben que también son suyos; los jóvenes saben que, si estudian, hay un camino para ellos.
En una región donde durante tanto tiempo la riqueza fue para unos pocos y la pobreza para todos los demás, la Fundación Muzo no promete milagros, pero ha logrado algo tal vez más importante: que la vida diaria sea un poco más justa. Ha convertido la solidaridad en rutina y el apoyo en costumbre. En cada plato servido, en cada huevo recogido, en cada beca entregada, hay una pequeña reparación simbólica para quienes pasaron décadas enterrando sus manos en la tierra sin encontrar nada.
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