En Carrizal, en medio del calor seco de La Guajira, a pocos kilómetros de La Junta, donde el aire suena a caja, guacharaca y acordeón y donde el polvo se levanta con cada brisa, nació Diomedes Díaz. Allí, hecha de barro, palma y bahareque, está la casa que lo vio crecer junto a sus nueve hermanos y sus padres, Rafael María Díaz y Elvira Maestre, “Mama Vila”, al menos ahí está la réplica de aquella casa que lo vio nacer. Hoy ese mismo lugar es un museo que conserva, con cierta nostalgia y orgullo, los rastros del niño que se convertiría en el Cacique de La Junta.
Lea también: La casa abandonada de Diomedes Díaz en Valledupar por la que se pelean sus esposas
A dos kilómetros de La Junta, después de cruzar el río San Francisco y seguir por un camino sin pavimentar, aparece la finca Carrizal. El letrero dice “Museo Diomedes Díaz”, y detrás de la puerta, la que atiende y cobra la entrada, está una prima del cantante —Martha—. La entrada a las casas museo de Diomedes cuesta diez mil pesos. Nada más pasar la puerta, los que van sienten que el tiempo se detiene.
Allí está la réplica exacta de la casa de bahareque donde Diomedes vivió su infancia: una construcción humilde, de paredes de barro y techo de palma, con dos piezas pequeñas donde dormían los diez hijos y sus padres. No había luz eléctrica; la familia se alumbraba con lámparas de petróleo. Las camas eran hamacas colgadas una junto a otra, como una especie de telaraña familiar que se balanceaba entre la pobreza y el cariño.
El museo conserva una parte importante de ese pasado. Están las herramientas de trabajo del padre de Diomedes, los tinajones donde se guardaba el agua y un viejo baúl de madera donde se doblaban las pocas ropas de la casa. Todo parece quieto, suspendido, como si en cualquier momento el pequeño Diomedes fuera a salir corriendo por el patio, tarareando un verso que aún no había escrito.
En una de las paredes cuelga la fotografía de “Mama Vila” y Rafael María, los padres del cantante. A su lado, una reseña con la biografía del hijo más célebre de Carrizal: nacido el 26 de mayo de 1957, muerto el 22 de diciembre de 2013. El museo no es grande, pero cada objeto tiene una historia. Las camas tijeras, el fogón de leña, los sombreros colgados y hasta las botas que alguna vez usó el Cacique parecen conservar algo del espíritu inquieto del hombre que cambió la música vallenata.
Más adelante, se levanta la casa grande que Diomedes mandó construir para sus padres en los años ochenta, cuando ya el dinero le sobraba. La diseñó Armando Morelli Socarrás, un amigo del artista. Es amplia, fresca, con una terraza que mira al horizonte y una sala donde aún resuena la idea de las parrandas. Allí están los reconocimientos, los pergaminos, las fotografías familiares, las camisas de lentejuelas y las botas de cuero que el Cacique usaba en los conciertos.
Todo el lugar es una especie de altar cotidiano. En una habitación está el cuarto que Diomedes se hizo para sí mismo, cuando aún iba a descansar allí, pocos meses antes de morir. En la terraza, los visitantes suelen detenerse a mirar el paisaje y entender por qué aquel hombre que conquistó los escenarios más grandes del país siempre quiso volver a Carrizal: porque ahí, en esa calma sin artificios, estaba su raíz.
También hay un espacio dedicado a su música. En vitrinas de vidrio se conserva la discografía completa, con los acetatos originales, entre ellos “Cariñito de mi vida”, la canción que Rafael Orozco grabó por primera vez y que marcó el inicio del ascenso del Cacique. Las carátulas amarillentas y los vinilos gastados son una memoria viva del vallenato que marcó una generación.
El recorrido termina en la cocina: grande, abierta, con su fogón de leña aún en uso. Los fines de semana, los visitantes pueden probar un plato típico en el pequeño restaurante que abre de domingo a domingo, desde las ocho y media de la mañana.
La casa museo no es solo un homenaje; es una reconstrucción del entorno que moldeó al ídolo. Es la historia de un niño pobre que aprendió a cantar entre el silbido del viento y el rumor del río, que se inventó un modo de contar su mundo con versos. En Carrizal, los guajiros dicen que todavía se siente su voz en las tardes cuando suena un acordeón a lo lejos.
El museo no pretende ser solemne. Es, más bien, una casa viva: con sus paredes de barro, su olor a leña y su memoria de pueblo. Allí donde el Cacique aprendió a cantar, la historia no se ha ido. Está colgada en cada hamaca, guardada en cada fotografía y flotando en el aire caliente que, como sus canciones, parece eterno.
Anuncios.
Anuncios.


