En noviembre de 2017, el presidente Juan Manuel Santos decidió tomar el timón de una camioneta Toyota de su caravana presidencial y conducir por los 63 kilómetros de la segunda calzada que prometía unir Bogotá y Villavicencio en menos de tres horas. El trayecto fue el símbolo de un compromiso cumplido: el contrato de concesión firmado en 2015 con la Agencia Nacional de Infraestructura y la Concesionaria Vial Andina —Coviandina una obra pensada para ser el gran corredor del oriente colombiano. Era también la ilusión de que la vía al Llano por fin alcanzaría la estabilidad que llevaba décadas esperando.
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Esa mañana, mientras avanzaba entre túneles recientes y taludes corregidos, la carretera parecía ofrecer una especie de tregua. Detrás del proyecto estaban funcionarios y concesionarios que conocían a fondo los caprichos geológicos de la zona. Luis Fernando Andrade lideraba la ANI, y la concesión estaba entonces en cabeza de Alberto Mariño, un ingeniero conocedor como el que más de ese corredor que parte del borde de Bogotá y desciende hacia el piedemonte llanero. A la presidencia de Coviandina llegaría más tarde Ricardo Postarini Herrera, con su experiencia de décadas en la ingeniería de montaña y Mariño pasaría a ser el presidente de Proindesa. Pero incluso con ese conocimiento acumulado, la vía seguía siendo un territorio donde las certezas duraban poco.

La carretera a Villavicencio tenía un objetivo claro: conectar dos regiones que dependen una de la otra. El Llano que envía alimentos y energía al centro del país; Bogotá que envía servicios, comercio, turistas y oportunidades hacia el oriente. Modernizar la vía no era un lujo sino una necesidad para que la región pudiera crecer sin depender de un camino que, con cada temporada de lluvias, recordaba su vulnerabilidad. El proyecto se hizo bajo un esquema de alianza público-privada: recursos privados para una obra pública que buscaba reducir tiempos, costos y riesgos.
Cuando todo confluye para que la tierra empiece a sacudirse
Pero la montaña no coopera por contrato. Lo que se anunció como una solución definitiva se convirtió, con los años, en una especie de pulso permanente entre la ingeniería y la geología. El caso más reciente dejó en evidencia esa tensión: un deslizamiento en el kilómetro 18 que obligó a cerrar la vía durante más de dos meses. Setenta y dos días en los que la región vivió de desvíos, sobrecostos y esperas. Setenta y dos días en los que volvió a surgir la pregunta que se hace cada año: qué pasa realmente en la vía al Llano.
Lo primero que pasa es lo que siempre ha estado allí: una cordillera joven, inestable, que todavía anda reacomodando el fondo de su tierra y no termina de fijarse. El corredor atraviesa terrenos formados por materiales sueltos, como arcillas y areniscas, que reaccionan de manera extrema al agua. Son suelos que se saturan rápido, que se hinchan, que pierden resistencia. Cuando la lluvia cae con intensidad —y cada temporada parece más intensa que la anterior— la montaña simplemente cede. La inclinación del terreno acelera el proceso y aquella tierra prospera que en verano parece firme, se vuelven vulnerables e inestable en invierno.

También está la herencia geológica de hace más de once mil años, cuando todavía había glaciares en la Cordillera Oriental. Al retirarse dejaron depósitos de agua que se desliza lentamente hacia abajo. Ese movimiento silencioso alimenta los deslizamientos que suelen aparecer en sectores, visiblemente críticos como Chipaque y Cáqueza, donde los ríos han excavado sus cauces sobre rocas blandas. Cuando esos materiales arcillosos se mezclan con el agua superficial o subterránea, se comportan como una masa fluida que empuja todo lo que encuentra a su paso.
La cuota humana que genera desastres en las montañas
A la naturaleza se suma una carga que no estaba en los planes originales: la intervención de las personas sobre la ladera. Durante la última década, la zona cercana a la vía se llenó de viviendas, hospedajes, parcelas agrícolas y carreteables improvisados. La modernización de la carretera atrajo población que vio oportunidades de vivienda y comerciales donde antes solo había vegetación y pendientes. La ocupación acelerada ha desestabilizado el terreno, porque altera el drenaje natural, aumenta la presión sobre los taludes que sostienen la pesada tierra y reduce la capacidad de la montaña para absorber agua. Cada casa construida, cada cultivo, cada camino surcado modifica el comportamiento del terreno, aunque a simple vista parezca un cambio insignificante.

La fragilidad de las montañas de la vía al llano es una mezcla en la que cada variable agrava a la otra. La geología aporta la fragilidad; la lluvia también aporta; la intervención humana es parte del detonante. En las cuencas de quebradas como Estaquecá y Naranjal, los estudios han mostrado un aumento progresivo en las áreas de deslizamientos activos desde 2009. Es un fenómeno que no se detiene porque responde a procesos que se mezclan entre sí: erosión, filtración, deforestación, presión de las aguas subterráneas y pendientes que no perdonan errores.
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La vía al Llano no colapsa porque esté mal construida. Las obras cumplen estándares y han sido reforzadas con técnicas que buscan reducir al mínimo el riesgo. El problema nace fuera de la carretera, pero termina encima de ella. La montaña se desliza desde arriba y la carretera queda atrapada en el lugar donde la física la obliga a recibirlo todo. Para los usuarios, lo único visible es la calzada cerrada; lo que ocurre detrás del derrumbe es una cadena compleja de causas que actúan simultáneamente.
En este contexto, la Agencia Nacional de Infraestructura al lado de la concesionaria han planteado planes de intervención que divide la solución en varios tiempos. Para los próximos años se esperan inversiones que buscan estabilizar puntos críticos como el kilómetro 18 y avanzar en obras como el puente Naranjal, fundamental para garantizar la movilidad en sentido Bogotá–Villavicencio. Son medidas que requieren estudios, recursos, seguimiento y un entendimiento más profundo del comportamiento de la montaña, especialmente en un escenario donde el cambio climático intensifica los episodios de lluvia extrema.
A largo plazo, trabajan en un análisis integral que permita establecer una solución definitiva para los puntos más vulnerables del corredor. Esto implica revisar alternativas técnicas y financieras, entender a fondo las fallas geológicas, actualizar los diseños viales y determinar qué tipo de intervención permitiría reducir la exposición al riesgo. No es un reto menor: significa intervenir una cordillera entera sin interrumpir un corredor que mueve miles de vehículos al día.
Mientras tanto, la vía al Llano sigue siendo un camino que avanza entre certezas momentáneas y amenazas recurrentes. Cada vez que reabre, el tráfico vuelve con la esperanza de que esta vez dure más. Cada cierre, por inesperado que parezca, confirma lo mismo que se sabe desde hace décadas: que la montaña no negocia, que la carretera es apenas una delgada línea sobre un terreno que nunca deja de moverse y que la estabilidad por culpa de muchos es un estado temporal que casi siempre llega sin avisar.
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