En medio de las tensiones generadas por el sitio militar impuesto por Estados Unidos en el Mar Caribe, el régimen venezolano de Nicolás Maduro ordenó un despliegue militar en La Orchila, una isla de un poco más de 40 kilómetros cuadrados que se encuentra a 97 millas náuticas de La Guaira, cerca de Caracas.
Allí envió a ejercicios militares a 2.500 soldados, concentró sus mejores buques de guerra en aguas insulares y dispuso una florilla de aviones Sukhoi, junto al estacionamiento de tanques y artillería pesada.
Vladimir Padrino López, su ministro de Defensa y a quien Washington considera como uno de los jefes del cartel de los soles, habló de un aprestamiento militar para un posible escenario de conflicto armado.
Así La Orchila es hoy escenario de un punto de confrontación teórica señalado en su mapa por un nervioso maduro que cree que las unidades militares estadounidenses van por él.
Para Colombia esa isla ha tenido un significado distinto. Hace trece años, en 2012, allí fue definido con éxito el cronograma que guiaría las deliberaciones de La Habana donde el Estado colombiano alcanzaría un histórico Acuerdo de Paz de las Farc.
La única similitud que lo que ocurre hoy allí y lo que acontecía hace catorce años se resume en el clima de nerviosismo y tensión que reinaba entonces y que reina ahora. Las memorias del proceso de paz describen con detalle la manera como los emisarios colombianos lograron acordar con las Farc las condiciones que rodearían los diálogos en La Habana.
La historia cuenta que antes de llegar a La Orchila los enviados del entonces presidente Juan Manuel Santos llegaron área de migración del aeropuerto de Maiquetía, en Caracas, los esperaba ‘Jerónimo’. El contacto autorizado por las Farc y por el gobierno Chávez. La jovialidad que ese hombre había mostrado en encuentros anteriores había desaparecido por completo y se había transformada en una actitud parca y casi agresiva.
Era el viernes 20 de enero de 2012 y habían transcurrido apenas 78 días desde que las Fuerzas Armadas colombianas abatieron en combate a Alfonso Cano, cabeza del secretariado de las Farc. Y Aunque nadie mencionaría el episodio, era claro que los interlocutores de los comisionados de paz acusaron ese golpe con resentimiento.
Para el gobierno colombiano de la época era claro operación militar tendría enormes repercusiones políticas y militares y contribuiría a vencer la renuencia con la que guerrilla miraba el escenario de un acuerdo de paz negociada.
Las nuevas condiciones de la confrontación armada moverían, en efecto, a la guerrilla a asumir una estrategia distinta -más abierta y consecuente- en el ajedrez de la naciente negociación.
Así las cosas, cuando llegamos a Caracas en un vuelo comercial, Jaime y yo estábamos dispuestos a asumir los riesgos necesarios para ver a los emisarios de las Farc sentados a una mesa de negociación en La Habana.
‘Jerónimo’ y sus acompañantes llevaron a los comisionados de Santos al hangar del aeropuerto y de allí a la sala VIP presidencial. Los oficiales venezolanos y los representantes de la guerrilla solo hablaban entre ellos. Se llamaban mutuamente “camaradas” y no quedaba sombra de duda sobre la estrecha relación que los ligaba. A ese círculo de amigos pertenecía nuestro anfitrión ocasional Ramón Rodríguez Chacín, hombre formado como oficial de la Armada venezolana y entrenado en Estados Unidos, pero que, al igual que sus subalternos y superiores, comulgaba con el credo de la “revolución bolivariana”.
Lo que nunca se admitió públicamente era que Colombia tenía la sensación de que Venezuela, lejos de ser un aliado, era un facilitador interesado. La impronta del gobierno chavista estaba estampada en todas las gestiones favorables a las Farc. Rodríguez Chacín no ocultaba su interés por estar presente en las reuniones del gobierno colombiano con las con las Farc y fue necesario que ellos lo rechazaran con cordialidad, pero con firmeza.
Después de una hora larga de espera en la sala, en medio de aquel ambiente tenso, llegaron Dag Nylander y Elisabeth Slaatum, garantes noruegos, y los invitados de la Cruz Roja Internacional, Jardi Raich y Michel Kramer. A la comitiva se unieron también los garantes cubanos Carlos Fernández de Cossío y Abel García.
En medio del mismo mutismo imperturbable todos fueron conducidos hacia una caseta hasta una caseta embarque. Subieron a un avión de hélice cuyo piloto no anunció oficialmente su destino.
Cuando la nave inició sus maniobras de aproximación a la isla se divisaba ya un destacamento militar compuesto por soldados dotados con fusiles M-16. Los invitados de la Cruz Roja fueron separados del grupo y conducidos hacia otro sitio que, en principio, los demás ignoraban. Pronto se hizo evidente que su presencia molestaba a los representantes de las Farc que no habían sido informados al respecto. Los emisarios colombianos habían decidido llevarlos, previa consulta con los garantes cubanos, y actuar de manera pragmática para evitar las dilaciones que habría ocasionado una negociación de la guerrilla sobre su presencia en condición de facilitadores.
Jaime y yo preguntamos con insistencia hacia dónde llevaban a Raich y a Kramer y nadie nos respondía. Preocupado, les hablo en inglés a los noruegos para pedirles el favor de que no permitieran que nos separaran. Pensaba en ese momento que en medio de aquel clima de tensión cualquier cosa podía pasar. El nerviosismo colectivo contagiaba incluso a los cubanos
La sola presencia de los garantes noruegos sirvió para apaciguar los ánimos porque todos allí los consideraban dueños de unas largas tradición y experiencia que generaban confianza. Venezuela y Cuba estaban alineados con los intereses de las Farc, pero poco después el juego se equilibraría con la llegada de los mediadores chilenos.
La proximidad entre los venezolanos y los voceros de las Farc generaba prevención a los comisionados de paz que, en los recesos o en los espacios abiertos para las consultas con la Casa de Nariño, se dirigían hacia el muelle, donde el golpe de las olas acallaba los ecos de cualquier voz en caso de que hubiesen sido plantados micrófonos ocultos.
Según las memorias, ‘Rodrigo Granda’ mostraba una energía pesada. Los agoreros o quienes creen en los asuntos esotéricos lo habrían descrito seguramente como un hombre de “mala aura”. ‘Andrés París’ no era mucho más amable
El garante cubano Fernández de Cossío rompió el hielo obsequiando a cada uno de los presentes puros o tabacos cohíba.
El ambiente ceremonial que primó en un momento dado no sirvió mucho para disipar la tensión. Pero las dinámicas sugeridas por los facilitadores internacionales sirvieron para conseguir acuerdos sobre puntos sensibles como las condiciones para la salida de los representantes de las Farc hacia Cuba y las especificaciones de la sede de las negociaciones de paz en La Habana.
Desde el comienzo todos estuvimos dispuestos a trabajar con juicio para abonar el camino que nos llevaría a La Habana.
Hubo un acuerdo y La Orchila, militarizada hoy por el régimen venezolano, quedó señalada en la memoria colombiana como uno de los más importantes hitos del proceso de paz con la guerrilla más vieja del país.
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