El reciente bombardeo adelantado por las fuerzas militares de Colombia en las selvas del Guaviare contra las disidencias de las FARC lideradas por alias Iván Mordisco, ha generado una ola de pronunciamientos. En la operación murieron siete menores de edad, hecho que desató un fuerte debate nacional e internacional.
Diversos organismos rechazaron la acción y algunos fueron más allá, responsabilizando al gobierno por la falta de precaución al ejecutar una ofensiva de tal magnitud. Lo irónico es que los sectores de oposición, que antes exigían mayor contundencia militar, ahora condenan a la administración Petro y señalan directamente al ministro de Defensa, Pedro Arnulfo Sánchez, incluso planteando una moción de censura.
Pero conviene aclarar algo: los principales responsables de la muerte de menores son las disidencias de las FARC y demás estructuras criminales, que reclutan y exponen a niños en campamentos clandestinos. En medio de la inhóspita selva es casi imposible distinguir quién es menor de edad y quién no, lo que complica la aplicación del principio de distinción en operaciones militares.
El propio presidente Petro enfrenta ahora las críticas que él mismo lanzó contra el gobierno de Iván Duque, cuando en un bombardeo murieron también menores. Como decía el clásico ranchero Lucio Vázquez: “No es lo mismo ver morir que cuando a uno le toca”.
Paradójicamente, los mismos políticos de derecha que hoy cuestionan la permisividad del gobierno frente a los grupos armados antes exigían más ofensivas militares. Petro, en cambio, ha privilegiado el diálogo, lo que genera un choque de narrativas: se le critica tanto por atacar como por no atacar.
Quizás habría que dejar en manos de quienes cuestionan los bombardeos la decisión de autorizarlos o no, para que asuman la responsabilidad de sus juicios. Porque lo evidente es que, en Colombia, la política se mueve con doble moral: sin importar quién gobierne, las tragedias ajenas terminan convertidas en capital político, especialmente en tiempos de agitación electoral.
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