A veces las tierras esconden historias que no se cuentan en voz alta, como si el trazo de una costa o el punto diminuto de un islote pudiera guardar silencio por décadas. A cuarenta y cinco minutos de Cartagena, en una zona donde el Caribe parece inventarse cada día, está ese punto. Lo llaman Punta la Isleta. Turistas lo describen como un paraíso pequeño, casi frágil, con arena clara y aguas que cambian de turquesa a verde según la hora, pero detrás de su belleza se mueve una pelea silenciosa que no ocurre en las playas sino en los despachos judiciales.
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Durante años, la gente del litoral asumió que aquel fragmento de tierra pertenecía a familias de la zona, una costumbre antigua de herencias que pasan de manos sin tantos papeles. Pero un día apareció un expediente que lo ubicó en una lista distinta, una que no tiene que ver con la tradición sino con la historia reciente del país. Ahí estaba: un predio más en el inventario de propiedades ligado al núcleo familiar de los Ochoa Vásquez, el mismo apellido que marcó una época oscura del narcotráfico y que todavía genera sobresalto cada vez que alguien lo pronuncia.
La Fiscalía, que desde hace años intenta desatar nudos de bienes acumulados en tiempos de poder e ilegalidad, puso sus ojos sobre ese islote. Lo incluyó en un proceso de extinción de dominio que avanza lento, casi con la paciencia de quienes saben que los pleitos de herencias no se resuelven rápido, y que los de fortunas cuestionadas avanzan todavía peor. En el mismo expediente aparecen haciendas, carros de lujo, sociedades dispersas y ganaderías que llevan décadas funcionando. También aparece la familia Ochoa Tobón, una rama que comparte vínculos y que terminó arrastrada por el mismo proceso.
El nombre que recorre cada hoja es el de Fabio Ochoa Vásquez, uno de los protagonistas del cartel de Medellín, socio cercano de Pablo Escobar, capturado hace más de dos décadas y enviado a una prisión norteamericana donde cumplió una larga condena. Salió libre el 3 de diciembre de 2024 y regresó al país semanas después. No volvió a Medellín buscando anonimato ni distancias: ahora vive en una finca amplia y lujosa en Rionegro, en esa zona donde las montañas se llenaron de casas grandes que pertenecen, casi siempre, a familias que no necesitan explicar su fortuna.
Según los registros judiciales, Ochoa ya no tiene cuentas penales pendientes. La deuda con la justicia quedó saldada en los términos formales. Pero la sombra económica de su pasado permanece: las autoridades insisten en que muchas de esas propiedades surgieron durante los años de auge del cartel y que, pese al paso del tiempo, todavía deben ser analizadas. Punta la Isleta entró en ese paquete. Un pedazo de tierra mínimo en comparación con el resto de bienes, pero simbólico por lo que significa poseer una porción así en uno de los litorales más codiciados del país.
La disputa, como casi todas las que involucran patrimonio y poder, no se libra en público. La familia se mueve con abogados, documentos y argumentos que buscan demostrar que el islote es legítimo, que no es fruto de negocios prohibidos y que debe regresar a manos privadas cuanto antes. La Fiscalía sostiene lo contrario y avanza con el proceso. Entre tanto, el islote sigue ahí, quieto, como si no entendiera por qué su nombre aparece en expedientes que viajan entre despachos y oficinas.
Para los vecinos de Barú, nada ha cambiado en apariencia. Los pescadores siguen pasando cerca del islote cuando regresan al caer la tarde; las lanchas turísticas se detienen para que los visitantes tomen fotos y digan que estuvieron en un lugar exclusivo. Pero algo sí ha cambiado: ahora todos saben que ese punto diminuto en el mapa tiene dueño con apellido ruidoso y que la justicia lo reclama como si fuese una pieza clave para entender un capítulo inconcluso de la historia reciente.
Al final, Punta la Isleta es menos un destino turístico y más una metáfora del país: la belleza natural atrapada en una disputa de poder antiguo, donde una familia intenta conservar lo que considera suyo y el Estado se aferra a demostrar que ciertos bienes no pueden seguir en esas manos. Mientras el proceso avanza, el islote sigue intacto, ajeno al ruido, como si el mar tuviera la capacidad de lavar todo menos el pasado.
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