Sí, estamos en Feria de Cali. Quien pudo salir de la ciudad estará en otro tramo del país o mundo; quien no, habita el trancón propio de estos días. Cali se llena: regresan quienes se fueron, llegan quienes nos visitan. Es Navidad y fin de año, pero sobre todo es feria: días de rumba, espectáculos, encuentros callejeros, fiestas abiertas y conciertos exclusivos. Ser ciudad destino ferial implica asumir, al menos, dos grandes paradojas.
La primera es conocida y profundamente nuestra. La feria es contentura. Durante siglos - y con mayor intensidad en las últimas décadas -, la población caleña, en toda su diversidad negra, mestiza y mulata, ha sostenido la vida celebrando el cuerpo, el viento, el río y los cruces vitales que aquí nos reúnen. La celebración ha sido canto de sobrevivencia: melosería de familias golpeadas por desgracias que aun así siguen sus luchas comunes; vecindarios que se sobrepusieron a explosiones, incendios e inundaciones; comida compartida para quien llega; frituras y melaos conquistados con sudor de trabajo que se transforman en baile, en risa, en fuerza colectiva.
Por eso quien viene a Cali se contagia de la fiesta, se enamora y comprende pronto que en esta arcadia del suroccidente, con habitantes de todos los ríos y cordilleras, la vida se sostiene también desde el goce, desde el abrazo, desde una forma particular - y profundamente política - de estar en el mundo, incluso en medio de dolores cotidianos que no se niegan, pero tampoco nos inmovilizan.
La segunda paradoja es más incómoda. Desde su relanzamiento en la segunda mitad del siglo XX, la feria también se convirtió en un dispositivo modernizador y disciplinador de las culturas populares: regulador de la diferencia, homogeneizador, consumista, promotor del monocultivo de la industria cultural. Ese engranaje - que hoy convierte la ciudad en un gran trancón -, comenzó blanqueando la negrura de la caña y, en los años setenta y ochenta, nos encerró entre toros, caballos, hatopistas, siliconas y espectáculos exclusivos. Más tarde fue derivando – exceptuando dos o tres creaciones estéticas muy auténticas como el salsodromo o el encuentro de melómanos -, en una representación cada vez más vacía de nuestras formas reales de goce y cultura.
Así, la feria terminó siendo, en muchos escenarios, una mercancía cara: una puesta en escena para turistas nacionales y extranjeros, una apariencia de grandeza sostenida en clubes privados y mangualas públicas donde se exhibe el consumo desbordado, mientras en los bordes de la ciudad miles se rebuscan vendiendo y revendiendo lo que sea —a veces incluso la risa— para sobrevivir en esos mismos días festivos.
Menos mal que la feria sigue siendo eso que las comunidades populares cultivan todos los días, les vaya bien o mal
Menos mal que los pueblos suelen ser mejores que sus élites. Y no hablo de una sola élite, sino de las viejas y las nuevas, que se reproducen con notable eficacia. Menos mal que, entre atardeceres y amaneceres, entre carpas de anden y callesitas de vecindario, la feria sigue siendo eso que las comunidades populares cultivan todos los días, les vaya bien o mal: la contentura, el golpe de cadera, la rima con las palmas, el tumbao y una risa que, por fortuna, nunca nos falta.
Lo demás - el trancón consumista, las malas yerbas del pantano celebrándose a sí mismas -, puede hacer ruido, ocupar espacio y bloquear la ciudad, pero no logra, del todo, impedir que la vida siga encontrando cómo moverse. Feliz feria…
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