Las elecciones presidenciales y legislativas de 2026 llegarán en medio de un deterioro sostenido del orden público que compromete la libertad política en amplias regiones del país. La Misión de Observación Electoral (MOE) ha advertido que departamentos como Cauca, Valle del Cauca, Bolívar y Norte de Santander concentran los mayores niveles de riesgo electoral por la presencia de estructuras armadas ilegales, la expansión de economías criminales y el aumento de amenazas y agresiones contra líderes sociales, funcionarios locales y aspirantes.
Este contexto no solo refleja una intensificación del conflicto armado, sino un fenómeno más profundo: la instrumentalización del control territorial para incidir en la política local. Esto no es un patrón nuevo; desde hace más de una década, investigaciones de periodistas como María Teresa Ronderos, María Jimena Duzán y Ricardo Calderón han documentado cómo distintos grupos armados utilizan estos ciclos electorales para imponer su voluntad mediante la coerción, los pactos forzados o presiones económicas sobre alcaldes, concejales y la comunidad en general.
En el Cauca, por ejemplo, múltiples autoridades locales y organizaciones comunitarias han denunciado presiones crecientes de estructuras armadas ilegales para influir en la selección de candidaturas y en la gobernabilidad de los municipios rurales. Aunque estas denuncias son reiteradas y consistentes, no se encontraron fuentes confiables que confirmen secuestros de candidatos a alcaldías en el departamento en las condiciones específicas que circulan en algunas versiones, razón por la cual cualquier afirmación categórica debe evitarse. Lo que sí está plenamente documentado es el incremento de agresiones, desplazamientos forzados y restricciones de movilidad, todos ellos mecanismos indirectos que condicionan la participación política.
A la par, en algunos análisis se ha planteado la hipótesis de que el ELN actúa como brazo armado de determinados sectores políticos. Sobre este punto es fundamental la precisión: no existe evidencia pública concluyente que permita afirmar un vínculo orgánico o una subordinación política en esos términos. Lo que sí es verificable, según reportes de la MOE, estudios académicos y periodismo investigativo, es que el ELN, las disidencias de las FARC y otras estructuras armadas ilegales han expandido su capacidad militar y económica en distintas zonas del país, interfiriendo de manera directa o indirecta en dinámicas electorales locales.
En las zonas de frontera —especialmente en Guainía, Arauca, Norte de Santander y el sur del Chocó— se observa un fenómeno más preocupante: la consolidación de corredores transfronterizos controlados por estructuras armadas ilegales, que combinan economías ilícitas, pasos irregulares y control social. Informes recientes de la MOE y plataformas regionales de derechos humanos muestran que estos corredores permiten a los grupos armados regular la circulación de personas, imponer pagos, condicionar campañas locales y restringir el ingreso de candidatos que consideren adversarios. Más que operar desde un punto específico, estas organizaciones funcionan como sistemas móviles, capaces de desplazarse y reconfigurarse según la presión institucional y las oportunidades económicas. Esta realidad —menos visible en el debate nacional— demuestra que la disputa electoral también se libra en rutas, ríos y pasos fronterizos que marcan la vida cotidiana de muchas comunidades.
En este ambiente, algunos sectores han optado por politizar la violencia para obtener réditos electorales, mientras otros minimizan la gravedad del fenómeno para no asumir costos. Ambos extremos deterioran la confianza pública y oscurecen la comprensión de un problema que afecta por igual a todas las orillas ideológicas. La violencia electoral no distingue filiación política: es una amenaza transversal que erosiona la democracia territorial.
El país se encamina hacia unas elecciones atravesadas por estructuras armadas ilegales fortalecidas, que buscan influir mediante intimidación, extorsión, control social y presencia armada en territorios estratégicos. Esta realidad exige respuestas institucionales firmes y coordinadas.
El llamado urgente debe dirigirse a los organismos de control, a las autoridades electorales y a nuestras Fuerzas Militares y de Policía, para que refuercen garantías, incrementen la vigilancia, protejan a los candidatos y aseguren que ninguna estructura criminal logre sustituir la voluntad ciudadana con coerción armada.
Sin una acción decidida, la democracia territorial seguirá cediendo terreno ante quienes pretenden disputarla a través del miedo. La gran pregunta final es: ¿existe voluntad política para ello?
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