Pocas declaraciones sobre inmigración me han conmovido como esta disertación del obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Washington D. C., quizá porque Monjibar es un inmigrante salvadoreño que cruzó la frontera de manera ilegal en 1990, por lo que conoce a la perfección el miedo, la angustia y la incertidumbre que experimentamos todos los inmigrantes.
Por lo anterior, este escrito refleja casi por completo el sentir de alguien que es inmigrante, ya que ser inmigrante legal o indocumentado no cambia los sentimientos; solo incrementa los temores cuando se carece de la documentación apropiada.
Porque el miedo, el desarraigo, el abandono, la nostalgia, la esperanza y el deseo de una vida mejor se conjugan al mismo tiempo en la vida del inmigrante.
De acuerdo con Monjibar, “Ser inmigrante no se trata simplemente de mudarse de un país a otro. Es una transformación profunda, como un renacimiento de uno mismo, muy parecido a la metamorfosis de una oruga en mariposa”. Uno debe mudar una piel vieja y adaptarse a una nueva.
Este viaje implica pérdida: la pérdida de lo que es familiar (familia, idioma, cultura), junto con el miedo a lo desconocido. Pero también exige resiliencia, adaptación y, en última instancia, fomenta el crecimiento.
Y continúa diciendo: “Uno de los desafíos más persistentes que enfrentamos los inmigrantes es el desarraigo, la sensación de no pertenecer plenamente a ningún lugar”. Sin embargo, en el mundo de hoy esa sensación ya no es exclusiva de los inmigrantes. En una época de movilidad constante, muchas personas —inmigrantes y nativos— se sienten desarraigadas, como nómadas culturales.
La vida moderna nos lleva de un lugar a otro; de hecho, se espera que el estadounidense promedio se mude una docena de veces en su vida, lo que dificulta echar raíces duraderas. Al mismo tiempo, la polarización política y la fragmentación social han dejado a muchos sintiéndose como “huérfanos políticos”, alejados de cualquier lado.
Cuando perdemos el sentido de pertenencia, corremos el riesgo de vivir desconectados de la realidad y la comunidad. La alienación puede generar sospecha, división e incluso hostilidad.
Entonces, ¿cómo podemos curar esta herida de desconexión y fomentar un renovado sentido de pertenencia?
“Recientemente, el cardenal Robert W. McElroy sugirió un camino a seguir”. En un foro de la Universidad de Notre Dame, afirmó que superar las profundas divisiones nacionales requiere “un reinicio moral arraigado en la gratitud, la compasión y el propósito compartido”. A su juicio, debemos hacer tres transiciones clave: pasar “del agravio a la gratitud, de la guerra al propósito compartido y de la insularidad a la compasión”.
Esos mismos tres valores, creo, son precisamente lo que necesitamos para construir una cultura renovada de pertenencia, no solo para inmigrantes como yo, sino para todos.
Y agregó: Consideremos cada una de estas virtudes:
Gratitud
Nos acercamos a una de las festividades más preciadas del año: el Día de Acción de Gracias. Desde sus inicios, esta celebración ha sido un llamado a la gratitud para unir a las personas.
Pero ¿y si la gratitud fuera más que una tradición y se convirtiera en una forma de vida diaria?
Vivir con corazones agradecidos cambia nuestro enfoque: de lo que falta a las bendiciones que compartimos. La gratitud nos abre los ojos a la bondad incluso en tiempos difíciles y nos recuerda nuestra dependencia mutua.
Compasión
La gratitud conduce naturalmente a la compasión. “La otra persona no es mi enemigo”, afirma Monjibar.
La verdadera compasión significa amar incluso cuando el otro es difícil o está herido. Imagínese si la compasión, en lugar de la hostilidad, guiara nuestros encuentros tanto en lo privado como en lo público. Si nos acercáramos a quienes difieren de nosotros con empatía, ¿cuánto más amable sería nuestro mundo?
Propósito compartido
Un propósito compartido crea terreno común, incluso cuando provenimos de contextos distintos. Cambia nuestra mentalidad “de la guerra al propósito compartido”, como dice el cardenal McElroy. Podemos discrepar sobre cómo alcanzar los objetivos, pero aun así afirmar una solidaridad fundamental. Todos deseamos paz, justicia y una vida digna para nuestras familias. Eso es lo que nos une.
Sanación y sentido de pertenencia
En última instancia, cultivar la gratitud, la compasión y el propósito compartido puede ayudar a sanar el desarraigo y devolvernos a la comunidad. Todos vivimos en algún tipo de frontera, visible o invisible: entre culturas, religiones, posturas políticas o entre el miedo y la confianza.
Atrevámonos a cruzar esas fronteras con corazones agradecidos, espíritu compasivo y compromiso con el bien común. Al hacerlo, redescubrimos que, a pesar de nuestras diferencias, somos una misma familia humana.
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