En los mapas oficiales de la aviación mundial, pocos nombres colombianos aparecen antes de los grandes pioneros europeos y estadounidenses. Pero en Gualmatán, Nariño, hubo un hombre que soñó con elevarse de otra forma: Julio César Benavides Chamorro. Un campesino pastuso, también autodidacta, poeta, inventor, y en muchas versiones, visionario, concibió lo que llamó “el aeromóvil”, un aparato para volar verticalmente, mucho antes de que los helicópteros fueran comunes en la historia escrita.
Julio César Benavides Chamorro vino al mundo un 20 de septiembre de 1892 en la vereda Cuatis, municipio de Gualmatán, Nariño. Era hijo de campesinos y, como muchos de su generación, creció entre los surcos de la tierra. Pero desde niño mostró algo distinto: una obsesión por los pájaros, sus alas y la manera en que flotaban en el aire.

Sin estudios formales en ingeniería, Benavides se formó solo, leyendo, dibujando y experimentando con maquetas hechas de madera y alambre. Sus vecinos lo recuerdan como un joven curioso, testarudo y visionario, que hablaba de un aparato capaz de elevarse en vertical, mantenerse quieto en el aire y desplazarse en cualquier dirección. A ese invento lo llamó “aeromóvil”.
En un documento titulado Manifiesto ante el patriotismo colombiano, dejó plasmada su idea: un artefacto con motor de 100 caballos de fuerza que podría levantar hasta 7.500 kilos, transportar pasajeros y moverse en todas las direcciones. Un sistema que, según él, revolucionaría el transporte y salvaría vidas en regiones apartadas.
Entre la incredulidad y la esperanza de este campesino pastuso
En los años veinte y treinta, cuando la aviación apenas despegaba en el mundo, Benavides llegó a Bogotá con sus planos en mano. Buscó audiencia con funcionarios y expertos, pero lo recibieron con risas y desconfianza. Para ellos, era un campesino con delirios de grandeza
|Le puede interesar La historia del Seminario Mayor de Bogotá, un enigmático lugar en el norte donde se forman los sacerdotes
Cuentan que, en un acto desesperado, se encadenó frente al Ministerio de Industria y emprendió una huelga de hambre para exigir que evaluaran su invento. Su terquedad generó titulares momentáneos, pero pronto volvió el silencio. Nadie quiso arriesgarse a financiar lo que parecía un sueño imposible.

Aun así, hubo quienes lo escucharon. El sacerdote Julio Coral y el profesor jesuita Felipe Trurzum vieron con simpatía sus maquetas. Vecinos de Pasto aseguraron haberlo visto hacer volar modelos pequeños que se elevaban y quedaban suspendidos en el aire. Pero sin apoyo económico ni institucional, sus ideas quedaron atrapadas en cuadernos y bocetos.
El accidente y el olvido de Julio César Benavides
El 15 de junio de 1933, la historia se torció definitivamente. Benavides viajaba en un vehículo que cayó por un abismo. Murió en el accidente y, con él, desaparecieron los planos del aeromóvil. El conductor sobrevivió, pero poco después se quitó la vida en circunstancias extrañas.
Desde entonces, su nombre se fue borrando. La aviación mundial reconoció a Igor Sikorsky y otros pioneros del helicóptero, mientras que en Colombia apenas algunos cronistas recordaban al campesino de Cuatis. Sus hijos y nietos hablaron de él como de un “Da Vinci americano”, un hombre que soñó demasiado pronto y que no encontró el terreno fértil para sus ideas.
Hoy, más de 90 años después de su muerte, su figura ha comenzado a reaparecer. Medios regionales, páginas culturales y algunos historiadores lo reivindican como un visionario adelantado a su tiempo. En redes sociales circula su historia como la del campesino que pudo haber sido pionero del helicóptero, pero que la indiferencia condenó al anonimato.
En Pasto, Gualmatán y otras zonas de Nariño, todavía hay quienes pronuncian su nombre con respeto. Para ellos, Benavides no fue un loco, sino un hombre que se atrevió a mirar el cielo mientras todos miraban la tierra. Su tragedia fue nacer en un país donde las ideas suelen morir antes de convertirse en proyectos.
El tiempo, sin embargo, le ha dado un lugar simbólico: el del inventor que nunca fue reconocido, pero que encarna la eterna contradicción de Colombia, un país capaz de producir genios y, al mismo tiempo, de dejarlos morir en el olvido.
Vea también:
Anuncios.
Anuncios.


