Opinión

El espejo de los aduladores: cuando los líderes necesitan ser celebrados

Los líderes autoritarios claman por aplauso y reverencia, el primero Trump con funcionarios que saben de adulación pública, y siguen Bukele, Maduro, Ortega, Petro

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octubre 06, 2025
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Patrón inquietante que atraviesa fronteras, lenguas e ideologías: los líderes autoritarios necesitan ser celebrados. Claman por aplauso, devoción, reverencia.

Sus palabras y decisiones —incluidas las torpes y las arbitrarias— deben ser interpretadas como pruebas de su genio. A su alrededor florece un coro de aduladores: ministros, congresistas, asesores, tuiteros y bodegas de redes sociales que compiten por quién adula más y por quién destruye con mayor ferocidad las honras de quienes se atreven a discrepar.

Trump: el laboratorio del servilismo

Ningún ejemplo reciente ilustra mejor este fenómeno que Donald Trump. Desde su primera campaña presidencial, en 2016, entendió que el insulto público es una prueba de dominación. Redujo a sus rivales republicanos a caricaturas: a Marco Rubio, hoy secretario de Estado, lo apodó Little Marco, ridiculizándolo hasta quebrarlo.

Rubio, que entonces representaba el “futuro joven y latino” del Partido Republicano, terminó aceptando la derrota y, años después, dio la necesaria voltereta apoyando las políticas del mismo hombre que lo humilló. Filosofía Trump: quien no se somete, desaparece.

Ya en la Casa Blanca por segunda vez, Trump convirtió el gabinete en un escenario de lealtad ritual. En reuniones transmitidas por televisión, sus ministros se turnan para elogiarlo con frases como “es un honor servirle, señor presidente”, mientras él —el hombre ungido por Dios— asiente satisfecho.

En agosto de 2025, The New York Times relató una escena tan grotesca como simbólica: una reunión de gabinete de más de tres horas en la que Trump habló casi sin pausas. Nadie se atrevió a interrumpirlo. Solo después de cuarenta y ocho minutos, un secretario murmuró un tímido “Yes, sir”.

Los inspectores que en el pasado intentaron investigarlo fueron despedidos; los expertos que le llevaban la contraria, marginados. Y el Partido Republicano —el mismo de líderes íntegros como John McCain— se convirtió en un espejo dócil: congresistas que alguna vez lo criticaron terminaron haciendo fila para aplaudirlo o justificar lo injustificable (políticas de inmigración, ocupación militar de ciudades regidas por demócratas…).

Esa atmósfera de lambonería en el país del norte se ha consolidado con nombramientos hechos por fidelidad antes que por mérito: Kash Patel en el FBI, Sergio Gor al frente de la Oficina de Personal —encargado de aplicar “tests de lealtad”—, y decenas de funcionarios interinos que saben que su estabilidad depende de su capacidad de adulación pública.

El resultado: un gobierno que funciona como una corte real, de bajas capacidades técnicas.

Los otros espejos: Bukele, Maduro, Ortega, Petro…

Nayib Bukele, en El Salvador, concentra el poder con la precisión de un influencer que domina el algoritmo. Ha purgado jueces, reescrito leyes y convertido la represión en espectáculo de redes. Se burla de quienes lo llaman dictador… y se autodenomina “el dictador más cool del mundo”.

A su alrededor, ministros y legisladores actúan como fans en un concierto, celebrando los excesos con hashtags y sonrisas obedientes.

Nicolás Maduro mantiene en Venezuela un modelo de control total: robo flagrante de elecciones, prensa silenciada y una oposición reducida a sobrevivir —amén de los encarcelados—. Allí, la adulación es estrategia de supervivencia, particularmente en estos momentos de presencia militar en aguas cercanas ordenada por el arbitrario mayor.

Daniel Ortega, en Nicaragua, lleva el culto a niveles dinásticos. Reeligió a su esposa como vicepresidenta, encarceló a todos los opositores relevantes y controla cada poder público. Los medios que no lo alaban desaparecen. Su lealtad se mide en decibelios. Ay de la revolución sandinista, en qué ha terminado…

Colombia: el eco cercano

Ya se ha dicho y escrito en exceso, y no vale la pena repetir. Impresiona el coro monocorde de la adulación, aunque, hay que decirlo, hay voces que resuenan más que otras.

Tengo el recuerdo del símbolo de la lambonería:  una ministra encargada, sonriendo mientras el primer mandatario abrazaba a una funcionaria en público en un contexto incómodo para ella.

Las reuniones de gabinete donde hay que escuchar al líder con obediencia, la ausencia de voces críticas, la adulación sin límite… todo encaja con la afirmación de Petro en Ibagué, según la cual el mundo conoce ahora a Colombia no por Escobar, sino por Petro:

“Aquí, ahora, el mundo conoce a Colombia por Petro.”

¿García Márquez? ¿Botero? ¿Shakira? ¿Juanes? ¿Los meritorios deportistas? Insignificantes, al parecer.

El problema no es solo político: es cultural. Cada vez que celebramos la intransigencia o el “carácter fuerte” de un líder, sin mirar su desprecio por la discrepancia, estamos alimentando al próximo autoritario. Y, con él, a su séquito de lambones.

Hay que recordar: La historia enseña que los líderes autoritarios no se derrumban por falta de enemigos, sino por exceso de aduladores. Cuando nadie se atreve a decirles la verdad, terminan creyendo en sus propias fantasías.

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