No he leído la información de la UIAF sobre las transacciones bancarias del presidente Gustavo Petro. Y no lo he hecho —como seguramente muchos colombianos tampoco lo harán— por una razón sencilla, pero profunda: el respeto a la dignidad del presidente de la República. En un país donde la mezquindad política se volvió espectáculo, guardar un mínimo de decoro se ha convertido casi en un acto de resistencia.
Porque la pregunta es inevitable: ¿Quién de la extrema derecha, se atrevería a exigir semejante desnudez financiera a sus propios líderes? La respuesta es tan obvia que hasta da risa amarga: nadie.
Ni uno solo de los que hoy se exhiben como precandidatos tendría la valentía —o la decencia— de abrir sus cuentas con la misma transparencia que hoy reclaman del presidente.
No lo harán. Y no lo harán porque saben demasiado bien lo que se escondería allí. Las élites políticas y económicas, esas que durante décadas se comportaron como si el Estado fuese su hacienda privada, instalaron una narrativa venenosa: que ser de izquierda equivale a vivir en la precariedad; que un líder progresista debe vestir alpargatas, usar lociones baratas y renunciar a cualquier comodidad material;
que las “marcas”, los buenos zapatos, la ropa de calidad o un perfume fino son privilegios exclusivos del viejo poder; y que quien se atreva a desafiar ese código no escrito será castigado con lo único que esas élites dominan a la perfección: el desprestigio.
Pero su doble moral no termina ahí. Acumulan terrenos inmensos que le pertenecen a la nación —los famosos baldíos— como si fueran fincas de abolengo heredadas por derecho divino. También de esos tienen exclusividad: nadie más puede tocarlos, nadie más puede reclamarlos, nadie más puede siquiera preguntar. Convirtieron los bienes públicos en botín privado y, aun así, se atreven a señalar a quienes jamás se han quedado con un centímetro de tierra ajena.
Lo curioso —o más bien lo indignante— es que esa misma élite jamás aplicó sobre sí misma el criterio que hoy exige a los demás. Mientras pedían austeridad para los líderes del cambio, ellos acumulaban haciendas, carros blindados, obras de arte, cuentas en el exterior y fortunas difíciles de explicar. Pero a ellos nadie les escarba. A ellos nadie les pide balances. A ellos nadie les exige mostrar cómo multiplicaron su patrimonio mientras el país se hundía en la desigualdad.
Hoy pretenden vender su curiosidad malsana sobre las cuentas del presidente como un ejercicio de “control institucional”. Sabemos que no lo es. Es la misma doble moral de siempre, disfrazada de transparencia.
La dignidad del presidente no está en sus balances, sino en algo mucho más difícil de falsificar: su trayectoria, su lucha, su coherencia y el hecho de que jamás le robó un peso al país. Quieren convertir la decencia en sospecha y la intriga en método político. Pero la verdad es que lo que algunos buscan no es claridad: es humillación.
Y, aun así, fallarán, porque hay algo que esas élites nunca han entendido: el respeto, cuando nace del pueblo, no se arrebata con chismes, ni con filtraciones, ni con persecuciones disfrazadas de auditorías. El pueblo no exige pobreza a sus líderes. Exige honestidad. Y eso, justamente eso, es lo que les duele.
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