Cuando me enteré de que el escritor Víctor Rojas se encontraba en Bogotá, su ciudad natal, con el propósito de presentar su libro de relatos “Algunos amigos”, no dudé ni pizca en llamarlo para pedirle que me concediera una entrevista. Enhorabuena, aceptó. Eso sí, con la condición de que era menester dejar bien claro en la publicación de la entrevista que tanto él como yo respondemos al mismo nombre y apellido.
—Para que la gente no vaya a creer que es una autoentrevista —explicó—, técnica de promoción literaria muy en boga por estos días en Colombia, sobre todo practicada entre escritores que quieren aumentar su venta de libros. Y a mí lo que menos me interesa es ser un best seller, pues yo escribo, al igual que Kafka y Stig Larsson, para la posterioridad, para los días que vienen después del crepitar del horno crematorio —remató—.
En vista de que el escritor soslayó la muerte, aproveché para dispararle la primera pregunta, sin dejar de tutearlo, tal como es norma en Suecia, país donde ha vivido más de la mitad de su vida.
— ¿Crees tú que una persona después de muerta tenga la opción de seguir viviendo ya sea en el cielo o en el infierno?
— ¡Hombre, tocayo!, ya de entrada te metiste en asuntos que han sumido a la Humanidad en las hoyas de la angustia. Las religiones, sobre todo las monoteístas, no han hecho nada diferente de chantajear a los seres humanos, de mantenerlos llenos de zozobras. El gran Borges nos decía que el cielo es un soborno y el infierno una amenaza. Hombre, tocayo, cuando uno se muere, se muere para toda la vida. Recordemos como un intelectual francés, de apellido Lavoisier, nos ayudó a entender que nada se crea ni nada se destruye, que todo se transforma. Sin embargo, y por desgracia, una gran parte de los habitantes de la tierra aún sigue creyendo en mitos que lamentablemente se han convertido en intimidaciones con ánimo de lucro. En estos tiempos de inteligencia artificial y helados a la plancha es hora de darle la verdadera dimensión a las leyendas religiosas. Urge recoger los dioses de la Biblia, el Corán y el Torá y ponerlos en la biblioteca empolvada donde descansan los divertidos dioses asas, con el poeta Odín a la cabeza. En el mismo estante donde duermen las antiguas deidades, ya sea el egipcio Horus, la griega Afrodita o la chibcha luna.
—Apreciado escritor, eso que acabas de decir me da a entender que eres incrédulo.
—No soy incrédulo. Soy un hombre sin dioses, que es diferente. Soy uno de los que más bien creen en la poesía como elemento que redime y sana.
—Pero tú vienes de una familia católica.
—Es cierto, pero por fortuna no profeso esa aberrante concepción llamada Santísima Trinidad, compuesta por machos indecisos, promiscuos y amantes del dolor. El Padre, quien tal vez por la edad no podía embarazar a la mujer de un carpintero, tuvo que mandar al Espíritu Santo para que en su nombre plantara semen en un ovario de María. Del embarazo concebido con precocidad y sin caricia alguna nació El Hijo, quien primero tuvo que morir salvajemente para luego poder ocupar el segundo puesto del trono celestial. Yo considero que en ese acto hubo infidelidad provocada por una violación carnal. Pero tienes razón, provengo de una familia, católica, apostólica y romana, como se decía antes. Mi madre es camandulera y más fanática aún en el ocaso de sus días. Mis primos hermanos, casi todos van a misa los domingos. Otros han caído en la red estafadora de los pastores esquilmadores, quienes, además, a algunas de mis primas les han sacado el demonio por la parte húmeda de los muslos. Sin embargo, la religiosidad familiar tiene una justificación y es que nuestros abuelos fueron labriegos desplazados por la violencia política de mitad del siglo pasado y al encontrarse solos y desprotegidos en las grandes ciudades recurrieron a Dios, el único ente que escuchaba sus penurias en el más profundo de los silencios. Eso los llevó a construir iglesias en los barrios de invasión. De niño ayudé a mi padre a pegar ladrillos en la iglesia de Santa Librada, un terreno baldío al sur de Bogotá donde fue a parar mi familia después del destierro.
—¿Entonces qué fue lo que te llevó a dudar de los dioses?
—La filosofía, sobre todo la del griego Platón. Este filósofo vivía en las nubes y un buen día le dio por proponer que los poetas debían ser expulsados porque en lugar de mostrar a los dioses de manera excelsa los mostraba a imagen y semejanza de los hombres. Como si no fuera recíproco que algunos dioses nos hayan creado a imagen y semejanza de ellos. En fin, no es de dioses ni diosas sentir hambre o sed, pasiones, venganzas o deseos sexuales. Según Platón, los poetas no entienden que un dios es piadoso y amante de la vida, así esté armado y disponga de un ejército de matones que tenga como comandante a un hombre alado. Como es el caso de San Miguel arcángel, comandante supremo de los ejércitos del Señor. Además, que en un poema un dios no puede estremecerse al ceñir el seno de una mujer. Menos mal que ya el filósofo griego no vivía cuando crucificaron a Jesús. Si lo hubiera hecho, él mismo le hubiera enterrado la lanza en las costillas. Por nada del mundo hubiera aceptado las andanzas del predicador de Jerusalén con la casquivana Magdalena.
En serio, fue lo racional, lo lógico, lo que me llevo a dudar de los dioses. No es posible seguir creyendo en mujeres que dan a luz sin perder la virginidad, en suegras resucitadas con palabras, como la del apóstol Pedro; en cojos caminando sin ayuda de la ciencia médica, en torturados que se levantan del sepulcro al tercer día. Es extravagante creer en enviados de Alá casados con niñas de seis años. Pura pedofilia cometida en nombre del dueño de las alturas. Valga recordar a Aisha en la ciudad de Medina. Es absurdo profesar en figuras humanas que en lugar de brazos tienen alas. Es de ignaros ofrecerles misas a dioses en cuyos nombres empiezan las guerras. Peor aún, rezarles a deidades que aborrecen a quien piensa diferente o es diferente.
—¿Entonces Dios es malo?
—Muy malo y fuera de eso de mal genio. Si somos parte de su creación, también somos el blanco preferido de sus iras. Somos el pago de sus propios errores. Un día se dio cuenta de que nosotros, sus figuras de barro, no éramos como él había querido que fuéramos. Entonces decidió que todos deberíamos morir ahogados, inclusive los animales vertebrados e invertebrados que en nada pecan. Y nos mandó el Diluvio Universal. En ese horrendo castigo hasta los peces y las aves se ahogaron. Es la masacre más infame que se ha cometido contra la humanidad. Es inaudito que a estas alturas de la vida sigamos leyendo con devoción acerca del Diluvio Universal sin percibir el instinto asesino de Dios. Y eso solo por pormenorizar una sola de las masacres. No olvidemos que el Señor también mató tanto a justos como pecadores del pueblo de Sodoma. Y le quedó gustando el dolor y siguió destruyendo a Gomorra. Nadie escapó al holocausto. Ni los lisonjeros ni los atormentados por la melancolía. Todo porque la mayoría de habitantes de estas localidades prefirieron la alegría frente al llanto. El valor frente al miedo. Algunas de las masacres conocidas las cometió Dios con ayuda de sus seguidores. Solo un ejemplo me llega a la memoria, el del santo Eliseo quien le rogó a el Señor que castigara a 49 niños que se burlaron de su calvicie. Y Dios permitió que una osa extraviada se engullera de almuerzo a los chiquillos. Ni siquiera a la Biblia le da remordimiento contar eso.
—Sin embargo, en tu obra literaria hay guiños religiosos.
—Es cierto, Dios me sirve como una oficina de correos para enviar mensajes literarios. Su popularidad es grande y eso me ayuda. Mi poema más popular se llama Oración de un niño refugiado que para alimento de mi confianza ha sido traducido a más de veinte idiomas. Si no hubiera utilizado al Señor, este poema no hubiera tenido la acogida que tiene en simposios y debates sobre los exiliados y desterrados. Es un poema que no pierde actualidad. Para algo tienen que servir los dioses. No solo para enseñarnos cuántas noches y cuántos días se necesitan para inundar la tierra.
—Pero además tienes un libro de cuentos llamado El camino de los dioses.
—También es cierto. En ese pequeño libro expongo, a manera de prólogo, de qué manera la mitología de los antiguos egipcios sirvió de inspiración a la religión cristiana. De paso cuento de aquella feliz mañana septembrina cuando decidí dejar durmiendo para siempre a los dioses en El jardín de Freud, un bello prado cerca a la facultad de Derecho de la Universidad Nacional.
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