Durante una escala rumbo a Bogotá, me imaginaba almorzando frijolitos en cualquier restaurante de Medellín, ciudad de la eterna primavera. Allí siempre se encuentran fríjoles deliciosos. Sin embargo, la experiencia fue distinta.
Con un grupo de compañeros de trabajo y dos jefes, decidimos ir al Poblado por cercanía. Desde el aeropuerto Olaya Herrera —histórico lugar donde falleció Carlos Gardel— tomamos dos taxis hasta un pasaje peatonal lleno de restaurantes. La sorpresa fue grande: no había comida tradicional, solo locales de sushi, pizzerías, hamburguesas, comida argentina y sándwiches al estilo de Filadelfia.
En todo el lugar, nuestro grupo parecía ser el único de colombianos. El español apenas se escuchaba entre meseros y transeúntes locales. El espacio estaba diseñado para foráneos: su gastronomía, su estética y hasta su economía. Recordé entonces lo que dicen los raperos de Aranjuez: “Recolonizados por avaros, no eres amable, eres interesado, suben el alquiler y lo hacen llamar emprendimiento”.
Este barrio, que hace pocos años era habitado por familias de Medellín, ahora gira alrededor del turismo extranjero. Hasta la bandeja paisa parece un lujo de $70.000 en algunos restaurantes.
Los paisas, reconocidos por su defensa de las tradiciones, parecen haber perdido terreno en ese sector del Poblado. Los extranjeros —muchos huyendo del invierno, de la especulación inmobiliaria y de la frialdad de sus países— reciben trato preferencial, mientras los locales se sienten ajenos en su propia ciudad.
La apertura económica de los años noventa y la fascinación por lo extranjero nos dejaron con la idea de que lo rubio, lo gringo, lo occidental, es mejor. Hoy vemos el efecto: barrios transformados, alquileres elevados y costumbres desplazadas.
En palabras del rap paisa, “este barrio ahora se llama ‘sobrepoblados’”. La distinción entre “extranjeros de primera y de segunda” se hace evidente: a unos se les aplaude cuando comen ajiaco; a otros se les mira con desconfianza. Todo mientras los servicios públicos y el costo de vida siguen subiendo para la ciudadanía común.
La reflexión queda abierta: ¿Qué tanto estamos perdiendo de nuestra identidad al dejar que barrios enteros se acomoden al gusto del visitante extranjero?
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