Hay películas que se vuelven proféticas sin proponérselo.
Nuevos protagonistas de la corrupción en Colombia eran apenas niños o no habían nacido cuando la película La Gente de la Universal (1993), dirigida por Felipe Aljure, fue estrenada en Colombia.
El futuro alto funcionario de la UNGRD, Sneyder Augusto Pinilla, tenía a la sazón 6 años y la futura graduanda de la Universidad San José, Juliana Guerrero, de alto vuelo en las lides de uso ilegal de recursos públicos no había llegado aún a este prometedor mundo.
Esa comedia negra ambientada en una Bogotá polvorienta, es una radiografía de la política colombiana: una trama de detectives que se vigilan, parejas que se engañan, compañeros que se venden por migajas, jefes que manipulan, empleados que mienten, y una oficina en la que todos trabajan juntos, pero nadie colabora con nadie.
La ficción de la agencia de detectives venida a menos podría ocurrir en cualquier institución pública actual. Podría ser el consejo de ministros, algunos de los partidos políticos, de gobierno u oposición o las coaliciones pegadas con puestos y contratos, receta antigua.
La película se mueve en un territorio que a los colombianos nos es demasiado familiar: la cultura de la desconfianza, la mentira pequeña que se normaliza, la lealtad fugaz que se rompe en silencio, el cálculo por encima del principio, la preparación de la siguiente traición.
La oficina donde todos juegan a ser leales… mientras se apuñalan por la espalda
En La Universal, el dueño de la agencia se presenta como un detective veterano serio y protector que, en realidad, manipula a sus empleados, les oculta información y mueve los hilos de cada caso según sus conveniencias.
El personaje (interpretado por el excelente actor Álvaro Rodríguez, formado en el Teatro La Candelaria) no confía en nadie, aunque exige fidelidad absoluta. Los detectives, lejos de ser un equipo, conforman una red de traiciones de baja intensidad: uno roba información del otro, otro oculta pistas para asegurarse un pago, un tercero graba conversaciones sin decirlo, el sobrino (el extraordinario Robinson Díaz) se acuesta con la mujer del tío, el patrón, y todos están convencidos de que los demás mienten.
La oficina no es un lugar de trabajo: es un campo minado.
Eso es Colombia hoy, en la que la corrupción de siempre anda exacerbada y las traiciones afloran sin precedentes de unos años para acá. Sin que la oposición tenga que mover una hoja, basta evocar al pastor Saade refiriéndose al actual MinInterior o al renunciante Montealegre en su despedida al presidente: “Cuídese mucho: en palacio hay traidores que acechan con dagas peligrosas. Un abrazo”.
No hay exministro ileso de ingratitud o acusado de traiciones. La vicepresidente Francia Márquez fue irrespetada y maltratada sin agüero.
Instituciones que, en apariencia, cooperan hacia afuera y se sabotean hacia adentro. Inteligencia infiltrada con billete fácil del narcotráfico, aparatos dentro de aparatos, porque nadie confía en el otro.
Partidos que firman pactos programáticos para las cámaras y los rompen por WhatsApp.
Gobiernos que negocian con aliados que ya están gestionando pista con opositores con posibilidades de éxito en las próximas elecciones.
Todos sentados en la misma mesa, pero nadie realmente del mismo lado.
Y en la oposición, las decenas de candidatos que engañan y se engañan cuando hablan de unidad… siempre y cuando sea alrededor de cada uno. Aunque hay excepciones…
La traición al país: un magistrado elegido a la Corte Constitucional, candidato del establecimiento, después de haber dado puestos a buena parte de sus electores, otros magistrados, en una pantomima vergonzosa sin escrúpulos.
Grabaciones, susurros, medias verdades: el arte nacional de la manipulación
En La Universal todo parece estar siendo registrado. Un detective graba a otro, un amante graba a su pareja, el jefe graba a su empleado y viceversa.
Las cintas de las grabaciones pasan de mano en mano como armas. Cada quien edita la “verdad” según su interés.
Así, la película se vuelve un catálogo de medias verdades: una frase cortada, un susurro interpretado, un testimonio manipulado.
Es lo que vivimos en Colombia, tres décadas después: expedientes y chats filtrados, audios descontextualizados, denuncias que dependen del enemigo del momento, “pruebas” que se usan más para destruir reputaciones y menos para esclarecer hechos.
La verdad dejó de ser un hecho y se convirtió en un recurso.
La consecuencia inevitable: la erosión total de la confianza
Lo más doloroso de La Universal no son las traiciones individuales: es que, sumadas, convierten la vida de los personajes en un laberinto absurdo. Nadie sabe quién miente, quién manipula, quién está con quién.
La sospecha es el aire que todos respiran.
Es lo que se respira hoy en Colombia. Un país que pierde la confianza pierde su capacidad de soñar, de planear, de construir. Cuando cada actor teme ser traicionado, la política deja de ser un proyecto colectivo y se convierte en una tragicomedia permanente.
El punto luminoso: las excepciones brillan más
Justamente porque el país parece atrapado en una lógica de dobleces y engaños, cada acto de coherencia se vuelve extraordinario.
Un político que cumple su palabra, un funcionario que dice la verdad sin editarla, un líder que no negocia principios, un ciudadano que actúa con rectitud incluso sin cámaras…
En un ecosistema de sospecha, la honestidad se vuelve radical.
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