Calle Fuego 144
Opinión

Calle Fuego 144

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abril 24, 2014
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Claro que México se merece a Gabriel García Márquez. Mucho más que nosotros se lo merece. No solo porque en ese país vivió los últimos cincuenta años porque le dio la gana y por ello no tenía que disculparse, sino porque allí alcanzó la plenitud como escritor, sin persecuciones de ningún tipo. (Esa tierra lo recibió con los brazos abiertos, cuando esta lo sacó a empellones). Y sobre todo porque, como si hubiera obedecido a una premonición de esas que pululan entre los habitantes de Macondo, decidió echar raíces en el D.F. (Calle Fuego 144), para evadir el vergonzoso espectáculo que se montaría en Colombia alrededor de su muerte. No solo por cuenta de la competencia que se ha establecido entre los que se lo cruzaron alguna vez, o se inventan anécdotas compartidas, o proclaman que hasta el Jueves Santo eran íntimos de-toda-la-vida. (Los que de verdad lo fueron le rinden ahora homenaje con su respeto, su discreción, su amor dolido).

Vergonzoso, repito, no solo por la carrera de tantos para llegar al pelotón puntero dando explicaciones no pedidas, sino porque una vez más ha quedado en evidencia –en preocupante evidencia– que cuando hablamos del pabellón nacional nos referimos a la bandera del fundamentalismo, antes que a la del amarillo azul y rojo que ondea en las grandes ocasiones. A estas alturas, quienes estamos por fuera del cotarro político, de los círculos concéntricos de la intelligentsia criolla, de las hordas en que se han convertido los foros de los lectores, no sabemos cuál fundamentalismo es peor, si el de los mezquinos que han mandado a GGM al infierno o el de los savonarolas que, con igual violencia verbal, están ambientando linchamientos. Tal vez los dos, teniendo en cuenta que con ninguno se puede discutir civilizadamente. Con los derechistas a ultranza porque no ven más allá de su odio por todo lo que huela a izquierda y, en consecuencia, no soportan que el perfume de García Márquez se sienta en el mundo entero, gracias a la maravillosa realidad de su legado. Con los gabólatras –algunos izquierdistas a ultranza, otros solo energúmenos por definición u oportunistas, incluso– porque no admiten que la pleitesía al ídolo que levantaron no sea total e incondicional. (El disenso sereno y argumentado también es aquí una especie en vías de extinción. Medio ambiente asfixiante, para los chigüiros y para la razón).

“Tiene adentro un diablo”, diría Sierva María refiriéndose a lo que el exorcista le habría dicho sobre Colombia en Calle Fuego 144, título que podría haber sido, si el único narrador autorizado de los episodios que precedieron y siguieron a su propia muerte no hubiese partido antes de digitarlos.

Nunca lo conocí –ni le he llamado Gabo–, se me atravesó el destino. (El día en que, envuelto ya en la gloria del Nobel, visitó la Redacción de principiantes de mi periódico, justo ese día, y a esa hora, yo estaba de parto). Pero, por fortuna, muchos de sus textos, al igual que el destino ese día, se me habían atravesado de tiempo atrás. Desde muy niña cuando veía a mi papá pegado de Cien años de soledad y otros títulos de “ese periodista costeño que escribe tan bueno”. Empecé por Cien años… y fue como si los ríos y quebradas de mis cuentos infantiles hubieran encontrado, de una vez y para siempre, su desembocadura en la imaginación desbordante de Gabriel García Márquez. Aluciné. Esa primera vez fue para mí tan reveladora como debió ser para Aladino el descubrir que la lámpara era maravillosa. A la medida de mis limitadas capacidades de entonces, encontré el genio de GGM. (La Marquesita de La Sierpe me acompañó durante varias jornadas). De la manera loca, desordenada y solitaria como siempre me dejaron leer en mi casa. Y nunca he parado de encontrarlo, a pesar de que la historia mía con el escritor que me abrió las puertas del mundo, ha pasado por todos los estadios que llevan de la agonía al éxtasis. (Su fascinación por el poder me molestaba, pero su generosidad literaria con el universo, conmigo en particular, me seducía. Siempre le agradeceré, además, el orgullo que nos hizo sentir con su Premio, que para construir alcantarillados no lo necesitábamos. Y siempre regresaré a sus páginas con entusiasmo renovado porque a García Márquez no se le termina de leer jamás).

COPETE DE CREMA: Sin aspavientos y sin falsas modestias, de y sobre García Márquez lo he leído casi todo. De Doce cuentos peregrinos, varios no me gustaron; en Memorias de mis putas tristes percibí síntomas decadentes que me entristecieron; El amor en los tiempos del cólera es el homenaje más grande al amor que haya leído nunca; La Hojarasca, a pesar de lo deshilvanada que la considera la crítica, para mí es un fascinante big bang; El coronel no tiene quien le escriba, perfecta; El general en su laberinto, con todo y las “ventosidades fétidas y pedregosas” de Bolívar, ni quita ni pone a su creación literaria; El otoño del patriarca, me gustó a secas; La mala hora, La increíble y triste historia…, Crónica de una muerte anunciada, pequeñas obras maestras; Relato de un náufrago me empujó hacia el periodismo. Y así podría seguir, si una tristeza tan larga e intensa encontrara acomodo en este espacio.

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