La noche del 13 de noviembre de 1985 una tragedia estremeció al Tolima y a toda Colombia. El volcán Nevado del Ruiz hizo erupción, provocando una avalancha que sepultó bajo el lodo el 85% del municipio de Armero. La noticia fue devastadora y cambió para siempre la historia de un pueblo que hasta entonces vivía en calma. Hoy, sus ruinas y algunas de las casas que siguen en pie son el reflejo de lo que fue Armero hace años: un tranquilo y próspero municipio que permanece vivo en la memoria de los sobrevivientes.
Aunque la vida era apacible, Armero era un pueblo dinámico, con un comercio vibrante. Su plaza de mercado era el punto de encuentro de muchos, incluso de quienes viajaban desde municipios cercanos como Mariquita o Lérida. El clima cálido acompañaba las jornadas de los armeritas, que solían reunirse en la enorme iglesia blanca ubicada sobre la avenida principal.

Cuando no estaban en misa o en sus labores diarias, muchos acudían al coliseo de pesas, un lugar emblemático que llegó a ser reconocido como una “meca de deportistas”, pues allí se entrenaron grandes figuras del levantamiento de pesas.
Sin embargo, la verdadera vocación de Armero estaba en el campo. El algodón, el mango y el arroz eran los principales productos de su tierra fértil. La “Ciudad Blanca” del Tolima, como era conocida, se distinguía por sus amplias casas con grandes patios, árboles frutales y sombra generosa, como recuerda María del Pilar Quesada, una de las sobrevivientes de la tragedia.

La vida era buena. Armero era una ciudad próspera, considerada una de las más estables económicamente de la región. Su desarrollo era tal que fue el primer municipio del Tolima en tener su propio almacén YEP. Un panorama muy distinto al de hoy, cuando Armero Guayabal —antes un corregimiento cercano— se convirtió en la cabecera municipal de un territorio marcado por la memoria y el dolor.
Fuego, ceniza y lodo: así fue como Armero terminó arrasado
Desde diciembre de 1984 se sabía que el volcán había entrado en una nueva etapa de actividad. Ese mismo año, los peces de las cuencas de los ríos Otún, Recio y Lagunillas empezaron a morir, una señal de que algo no estaba bien. Las alertas se encendieron y, durante los primeros meses de 1985, se comenzó a estudiar con mayor detalle la situación. Incluso se sugirió implementar un monitoreo constante de la actividad volcánica. La Universidad de Caldas y la Central Hidroeléctrica de Caldas realizaron seguimientos, pero la naturaleza, impredecible como siempre, tenía otros planes.
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Según relató el geólogo Humberto González Iregui a la Universidad Nacional, en septiembre de ese año se presentó una primera alerta: el volcán registró una explosión con emisión de cenizas que alcanzaron a llegar hasta Manizales. Sin embargo, el país estaba concentrado en otro hecho que estremeció la nación: la toma y retoma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre. Ese suceso acaparó toda la atención, relegando el seguimiento a lo que ocurría en el Nevado del Ruiz.
Los expertos continuaron su labor, pero finalmente todo terminó en tragedia. El 13 de noviembre, a las 4 de la tarde, el volcán hizo una erupción más fuerte y las cenizas cubrieron el cielo. Dos horas más tarde, una ligera llovizna cayó sobre la región, presagio de lo que vendría. Esa noche, mientras muchos dormían, la montaña liberó su furia.
Cerca de 350 millones de metros cúbicos de lodo y piedras descendieron por el río Lagunilla y arrasaron con todo a su paso. El bendecido pueblo quedó sepultado. Algunos lograron huir al escuchar los estruendos, pero miles quedaron atrapados. Entre 23.000 y 25.000 personas murieron esa noche, en una de las peores tragedias naturales en la historia de Colombia.
Tuvieron que pasar tres años para que el país comprendiera la magnitud del desastre y se creara el Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres, reemplazado en 2012 por el actual Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres. Armero se convirtió así en una herida abierta y en un símbolo de lo que sucede cuando las alertas no se escuchan a tiempo.
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