Donald Trump ha decidido hablar de paz. Tarde, muy tarde. Después de años de silencio ante la tragedia palestina, ahora pretende presentarse como garante entre Israel y Palestina, como si el tiempo no hubiese registrado su complicidad con el genocidio.
Durante su mandato, Trump no tendió puentes: los dinamitó. Reconoció a Jerusalén como capital exclusiva de Israel, ignoró las resoluciones de la inoperante ONU y legitimó la ocupación de los Altos del Golán. Convirtió la diplomacia en espectáculo y los “Acuerdos de Abraham” en una vitrina de intereses entre élites árabes e israelíes. Paz, sí, pero una paz sin palestinos.
Hoy, cuando el conflicto ha desbordado los límites de lo humano, el magnate asoma su rostro “humanitario”. ¿Por qué ahora? Quizás porque el ruido de las bombas le ofrece una nueva oportunidad de aparecer como salvador.
Quizás porque un Premio Nobel de la Paz, aunque inmerecido, podría girar la narrativa a su favor y limpiar su imagen. Trump no busca apagar el fuego: busca una foto en medio del incendio. No le interesa la justicia, sino la historia escrita desde su ego. Y en esa historia, él no será el pacificador, sino el falsificador de la paz.
Hablar de paz no es lo mismo que hacer la paz. Los rostros de miles de inocentes asesinados visitarán de noche en noche, los sueños de los que pudiendo apagar el fuego lo atizaron.
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