Dadas las circunstancias de polarización que se presentan apenas iniciando las previas del proceso electoral en Colombia, no estamos seguros de que toda la dinámica de confrontación política - mediada cada instante por disputas simbólicas que buscan asegurar el suelo de los propios intereses, derrumbando a su vez las posiciones y las existencias de los adversarios -, vaya a conducir a un verdadero ritual de paso en nuestra historia política. No sabemos si este ciclo nos acercará a una renovación democrática o si volverá a repetir, con nuevos disfraces, las viejas formas de dominación y exclusión que tanto pesan en la memoria nacional.
Siguiendo la lectura de la ritualidad propuesta por el antropólogo Víctor Turner, podríamos decir que Colombia atraviesa una fase liminar: un umbral incierto entre dos dimensiones de la política. Una, que no termina de irse; otra, que todavía no alcanza a llegar. No se trata simplemente de partidos o coaliciones, ni de los personalismos que dividen el debate público entre caudillos o mesías. Se trata de dos concepciones y estilos opuestos de entender y ejercer el poder.
El modelo político que no termina de irse es aquel que busca imponer su mando y su obediencia por la vía de la fuerza, que se legitima mediante juicios ortodoxos y pensamientos únicos —aunque hable, paradójicamente, de diversidad y participación—. Es el que reduce la democracia a una competencia de hegemonías, donde la victoria consiste en aniquilar simbólicamente al otro. Es también la política del comercio de conciencias, de la compra de votos, del cálculo de correlaciones de fuerza y del desprecio por el diálogo. Una política que en su versión más extrema no discute ideas sino que expropia las voces de quienes las enuncian, desarraigando al contradictor como si fuera menos que humano.
La política que aún no alcanza a llegar —pero que anhelamos— es la que nace de la comunicación entre diferentes, la que busca el núcleo común de humanidad y más que humanidad, la que entiende el conflicto no como enemistad sino como posibilidad de transformación. Es la política que se atreve a construir consensos y disensos sin destruir al otro, que escucha antes de dictar sentencia, que reconoce los límites propios y la necesidad de acuerdos compartidos. No es que esta política no exista: asoma en muchos lugares, en movimientos ciudadanos, en comunidades rurales, en redes de jóvenes, en voces de mujeres y colectivos ambientales; pero con frecuencia esas expresiones son subsumidas por las viejas prácticas de hegemonía y exclusión que dominan los escenarios mediáticos y electorales.
En el debate que ya comienza a agitarse en Colombia, se hace visible una práctica preocupante: la reducción simbólica del otro
.En nombre del pueblo, de la moral o de la patria, se construyen imaginarios de poder que homogeneizan y manipulan. Se apropian los territorios, los anhelos y las luchas de las comunidades como si fueran botines de campaña. En esa guerra de imágenes y de palabras, los errores del adversario se magnifican, mientras las propias fallas se ocultan bajo un manto de autosuficiencia. Se pierde la conciencia de que la democracia es una conversación colectiva y no un concurso de egos.
Así, el país vive un interregno político y moral: ya no estamos completamente en la vieja política, pero la nueva todavía no tiene cuerpo suficiente para sostenerse. Lo más inquietante es no saber si lo que llegue será realmente mejor; es decir, si significará más democracia, más cuidado, más fraternidad social. Porque una nueva política no se mide por su novedad discursiva, sino por su capacidad de transformar las formas de relación con el poder, de pasar del mandato al cuidado, del cálculo al sentido común, del dominio a la reciprocidad.
Necesitamos, entonces, un debate político más inteligente y más mesurado, capaz de traducir la confrontación en creatividad, la diferencia en aprendizaje y el disenso en búsqueda compartida. Que el próximo ciclo electoral sea un parto creativo de país, y no una repetición de los viejos rencores. Que la palabra pública vuelva a ser espacio de encuentro, no de linchamiento simbólico. Que la política deje de ser una maquinaria para capturar al Estado y se convierta en un ejercicio ético de construcción de lo común.
Esta renovación solo será posible si aprendemos a exorcizar los monstruos colectivos que alimentamos día tras día: el miedo, el fanatismo, la mentira útil, el desprecio por la diferencia. Son esos fantasmas los que nos impiden cruzar el umbral. Necesitamos que llegue otra política: no como consigna, sino como experiencia viva; una política que escuche más de lo que grita, que cuide más de lo que domina, que construya más de lo que destruye. Una política capaz de imaginar el país como una conversación inacabada entre sus diferencias. Tal vez ahí, en ese gesto humilde de escucha, empiece por fin la transformación que tanto esperamos.
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