En la Casa de Nariño, guardadas como reliquias vergonzantes, reposan las rodilleras que expresidentes usaron para rendir pleitesía en Washington y Nueva York. Eran el accesorio obligatorio para agachar la cabeza, pedir permiso y repetir discursos ajenos.
Gustavo Petro no las llevó consigo. No las quiso. Esa ausencia lo liberó. Sin rodilleras, pudo hablar con dignidad, mirar de frente y levantar la voz en nombre de un pueblo que durante décadas fue reducido a eco servil de potencias extranjeras.
Los antecedentes de la subordinación
La historia reciente ofrece ejemplos claros. Andrés Pastrana firmó el Plan Colombia en la Casa Blanca, aceptando condiciones que marcaron durante años la política de seguridad bajo intereses externos. Álvaro Uribe convirtió su relación con Washington en un vínculo personal, presentándose como garante de la “guerra contra las drogas”, incluso a costa de derechos humanos y soberanía. Juan Manuel Santos, pese a su discurso internacional de paz, mantuvo la dependencia militar y económica bajo el mismo esquema desigual. Iván Duque, finalmente, redujo sus intervenciones en foros globales a gestos de complacencia y a una retórica diseñada para agradar a la política exterior estadounidense.
El contraste con Petro
Petro, en cambio, no ofreció el país en bandeja ni se presentó como garante de caprichos imperiales. No viajó a entretener ni a endulzar oídos en el Norte. Fue a plantear debates incómodos: la desigualdad global, la crisis climática y la necesidad de una nueva arquitectura financiera internacional.
Ese contraste marca la diferencia. Mientras algunos expresidentes viajaron a buscar legitimidad fuera del país, Petro habló en nombre de una Colombia que no quiere rodilleras, sino voz propia en el concierto de las naciones.
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