La revista Time no exagera al señalar que Gustavo Petro es una figura destacada en el debate global sobre la transición energética. Su anuncio en la COP28 —no más contratos de exploración de combustibles fósiles— sacudió un mundo que reconoce la urgencia climática, pero aplaza decisiones de fondo.
Colombia depende en gran parte de carbón y petróleo, pero aferrarse a ese modelo no garantiza estabilidad: garantiza rezago. La Agencia Internacional de Energía advierte que la demanda de estos combustibles está en declive. Petro plantea, entonces, una verdad incómoda: la transición no puede quedarse en el discurso, implica renuncias concretas.
Otros países ya muestran el camino. Noruega financia su cambio con el fondo petrolero; Chile y Costa Rica avanzan en energías limpias. Para Colombia, empezar ahora es menos costoso que esperar a que el mercado nos cierre la puerta, y abre oportunidades en renovables, transporte eléctrico e hidrógeno verde.
Lo que incomoda a las élites no es la inviabilidad de la transición, sino que por primera vez un presidente cuestiona la comodidad del rentismo petrolero. Afuera, Petro es visto como un líder valiente; adentro, lo caricaturizan porque saben que su poder económico está en juego.
La verdadera pregunta no es si podemos renunciar al petróleo, sino si podemos darnos el lujo de quedarnos atrapados en un modelo que el mundo ya deja atrás.
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