En Colombia, cada cierto tiempo, aparece un personaje que promete refundar la política, purificar la moral pública y restablecer el orden perdido. El último en esa larga lista es Abelardo De la Espriella, quien es abogado, figura mediática y, ahora, aspirante a la Presidencia. Su aparición no es casual. Ocurre en un país donde el descontento social y la fatiga con la clase política tradicional han creado el terreno fértil para los discursos redentores, esos que ofrecen soluciones simples a problemas complejos.
No se trata aquí de juzgar su oficio de abogado, pues toda persona —culpable o inocente— merece defensa. Lo que está en juicio es la visión de país que representa su candidatura, concebida a partir de certezas absolutas en que la autoridad sustituye al argumento y la moral se usa como bandera excluyente. Su mensaje, más cercano al púlpito que a la deliberación, encarna la vieja tentación nacional de confundir la firmeza con la intolerancia.
Resulta denigrante y, en cierto modo, extemporáneo reducir el debate político nacional a dos etiquetas de pensamiento: «Derecha» e «Izquierda». Ejercer una conversación en función de esa premisa distancia las posibilidades de consensos y no resuelve los problemas fundamentales de la nación. Empero, para hacer práctica y entendible la situación de Abelardo De la Espriella, es menester acudir a esa lógica perversa.
De la Espriella se presenta como un outsider de «derecha», alguien que critica a la clase política, pero la reproduce en sus formas; que habla de renovación, pero se apoya en los símbolos del uribismo más ortodoxo; que promete independencia, pero su narrativa se alinea con los viejos discursos del orden y la moral conservadora. En sus intervenciones hay más escenografía que pensamiento político. Y, sin embargo, esa teatralidad le otorga visibilidad en una sociedad fascinada por los personajes antes que por las ideas.
Lo interesante, o quizás lo preocupante, es imaginar qué diría la «derecha» si un candidato de «izquierda» se comportara del mismo modo. Si un abogado progresista, de verbo encendido y moral militante, hiciera campaña con el mismo tono mesiánico, ¿no sería acusado de autoritario, de fanático o de populista? El doble rasero es evidente, porque lo que se critica con vehemencia en el adversario se tolera en el aliado. Esa es la raíz más profunda de la polarización: la incapacidad de juzgar con el mismo criterio a quienes piensan distinto.
Hannah Arendt decía que «cuando la política se convierte en una cuestión de moral privada, la libertad pública perece». Y el discurso de De la Espriella transita justamente por ese territorio en el que la virtud personal pretende convertirse en criterio de gobierno y la autoridad moral sustituye al principio de legalidad. En tanto, bajo esa mirada, la democracia deja de ser un espacio de discusión entre iguales y se transforma en una comunidad que obedece por imposición y no por razonamiento propio.
Sería un error reducir el fenómeno a un capricho individual, siendo que lo que revela su candidatura es la crisis de representación que atraviesa la «derecha» colombiana. Una corriente política que, lejos de renovarse, busca refugio en figuras mediáticas que ofrecen más identidad que ideas, más carisma que propuestas; de manera que la figura de Abelardo no representa una alternativa al desgaste del uribismo, sino su metamorfosis. Es decir, el mismo credo con otro acento.
Colombia no necesita un redentor moral ni un fiscal del alma pública. Necesita estadistas con visión, capaces de reconocer la pluralidad como riqueza y no como amenaza; porque la patria, al fin y al cabo, no se defiende con discursos inflamados, sino con instituciones fuertes y ciudadanos críticos.
El riesgo de este tipo de candidaturas es que seducen al país con el espejismo de la pureza y la idea de que la fuerza y la palabra plausible bastan para resolver los males de la nación, pero la historia enseña —y Colombia lo sabe bien— que las sociedades que se dejan guiar por redentores acaban perdiendo la libertad que pretendían proteger.
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