El contenido de este artículo nace de un taller de fotografía realizado en la ciudad de Pereira, en el marco de las Ferias de la Cosecha, durante el mes de agosto de este año. El evento, llevado a cabo en el Centro Cultural Lucy Tejada, reunió a expositores que buscaron resaltar la fotografía como elemento integrador del ser humano y la sociedad, interpretada desde esa mirada teleológica del individuo.
El comienzo del viaje se da cuando la curiosidad y el talento se encuentran, como señaló Camilo Giraldo. El mundo se ve a través del lente, y ahí nacen las estructuras que permiten explorar la luz y capturar el momento del sentir. En ese instante, la fotografía cuenta historias sin palabras, a veces desde la calma, otras desde el placer de crear y escuchar el sonido del obturador, ese lenguaje silencioso entre el fotógrafo, el arte y lo cotidiano.
El instante en que la fotografía descubre la realidad, esa transacción entre lo simple y lo complejo, recuerda lo que escribió Milan Kundera en La Inmortalidad: “una reflexión sobre la fama, la identidad y la muerte”. El ser humano aún no comprende del todo lo que significa el brillo de la cámara, los colores y los contrastes, elementos que definen una buena toma. Surge entonces una pregunta: ¿cómo lograr la identidad del momento capturado y el concepto que se quiere dejar a la posteridad? Porque, en esencia, la fotografía son retratos de una realidad que cambia con el tiempo.
Ahora bien, ¿cómo mantener la integridad del ser humano en un entorno donde el conocimiento se reproduce de forma automática y masiva? Se abren múltiples diálogos, desde el uso de nuevas cámaras hasta la responsabilidad de preservar una voz propia, aquella que genera confianza no solo en la sociedad sino también en la familia y la escuela. La fotografía se convierte así en una herramienta formativa, un puente entre el arte y la vida.
La obra del ser humano no lo aísla, lo vincula con el diálogo entre arquitectura, escultura y urbanismo, entre lo construido y lo natural, entre lo humano y sus fracturas. Desde la cámara, estos elementos se transforman en inteligencia visual y comprensión del contexto existencial en el que nos desarrollamos.
“El arte es transversal. No hay que racionalizarlo en exceso: hay que sentirlo. Si una obra logra que alguien se detenga un instante y experimente algo en su interior, ya cumple su misión humanista”, expresó Juan Ricardo Mejía.
Y es que el arte ha sido y será ese hilo común que construye la historia humana, desde los egipcios y los griegos hasta el renacimiento y el modernismo, en un tiempo que oscila entre la posverdad y la posrealidad.
Entender una fotografía es un acto de equilibrio entre la luz y la oscuridad. Es la batalla entre el amanecer y la noche que solo el ojo del retratista comprende. Esa tensión entre lo imperfecto y lo real convierte el lenguaje de las imágenes en una búsqueda de sentido frente a la confusión del mundo.
Camilo Mejía, expositor del evento, expresó: “La fotografía me devolvía algo que había perdido: conexión conmigo mismo.” Y es que la fotografía no garantiza estabilidad, ni la filosofía tampoco, salvo cuando se convierten en un reinicio emocional, un modo de recordar el camino elegido y de entenderse como ser en proceso de aprendizaje.
Desde esa introspección surgen la paciencia, la honestidad y la práctica, ligadas a la neuroplasticidad, es decir, la capacidad del cerebro para transformarse y adaptarse a las experiencias y pensamientos, como lo explica el investigador Richard Davidson. De esa evolución nace la posibilidad de perdurar y dejar una huella, una imagen para la eternidad.
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