Ambalema aparece en los mapas como un punto discreto al noroccidente del Tolima, pero quien llega hasta allí descubre que alguna vez fue una pieza central del país. Hoy es un pueblo que se asoma al Magdalena como si esperara recuperar algo perdido hace décadas. Está a unas cuatro horas y media de Bogotá, dependiendo del humor del tráfico y del estado impredecible de las carreteras. Y aun así, pese a esa distancia moderada, parece estar más lejos que muchos lugares a los que solo se accede en avioneta.
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El camino hacia Ambalema obliga a una escena que no suele aparecer en los folletos turísticos. En la vía que conecta con Cambao, el transporte se convierte en un asunto de suerte. Hay que esperar a que pase algún vehículo que se anime a desviarse hacia el río. La carretera es una prueba de paciencia y de confianza en los desconocidos, los únicos capaces de salvar el trayecto cuando el transporte falla. La entrada al municipio está marcada por cultivos de arroz que se extienden sin fin, verdes y ordenados, recordando que esa es la actividad que sostiene al pueblo hoy. Lo curioso es que esas mismas tierras fueron, en los siglos XVIII y XIX, la base del imperio tabacalero que convirtió a Ambalema en un centro económico del país.
Al llegar, el clima recibe sin suavidad. El calor empieza temprano y no se va hasta entrada la noche. Unos 26 grados que parecen más cuando el cuerpo viene de zonas altas. El aire tiene una consistencia espesa que obliga a moverse despacio, como si el pueblo pidiera paciencia para ser recorrido.
La arquitectura colonial permanece, pero con las marcas del tiempo a la vista. Casas de corredores largos y techos extendidos que actúan como refugio contra el sol. Las columnas que sostienen esos corredores son tantas que los habitantes repiten que esta es la ciudad de las mil y una columnas. Más que una exageración, es una forma de explicar cómo se vive en un clima donde la sombra es un bien que se comparte.
Los hoteles y casas antiguas conservan la apariencia de otro siglo. Puertas que se abren con candados pesados, habitaciones austeras con lo justo para resistir el calor. Desde ahí se empieza a entender cómo fue este pueblo cuando el tabaco movía dinero, barcos, personas y sueños. La vieja factoría, que hoy avanza en un proceso lento de restauración, recuerda ese pasado. El edificio, levantado en 1809, fue un centro donde llegaron a trabajar cientos de personas. Allí se prensaban las hojas, se preparaban los paquetes y se enviaban río abajo hacia Onda, luego a Barranquilla y finalmente al mundo.
Caminar por sus calles es ver capas superpuestas de historia y abandono. La casona que alguna vez funcionó como banco del comercio es testimonio de cuando la economía fluía desde esas oficinas y marcaba el ritmo de la región. Más adelante, el hospital ocupa lo que quedó de una parte de la factoría después de un incendio que en 1926 destruyó buena parte del pueblo.
La llamada Casa Inglesa aparece como una sombra imponente de lo que fue. Dueños extranjeros, inversiones, comercio global: Ambalema atraía a comerciantes libaneses, italianos, españoles y británicos. Hoy la estructura se cae a pedazos frente a los visitantes. Su tamaño sorprende, pero lo que más impacta es la fragilidad. Un segundo piso desplomado, un techo que se inclina, paredes que resisten porque no tienen otra opción.
En medio de ese pasado que se erosiona, hay escenas que muestran el presente: árboles cargados de mangos, nísperos, ajíes que crecen sin permiso formal, al alcance de cualquiera que pase. La idea de comunidad se sostiene en gestos pequeños, como permitir que todo el que lo necesite tome una fruta.
Cerca del río, la antigua estación del tren conserva su estructura art déco. Está en pie como un recuerdo de cuando el ferrocarril conectaba el Magdalena con Barranquilla y abría camino al comercio. Ese tren ya no existe, pero la estación permanece como un símbolo de lo que el país dejó perder.
Ambalema es un pueblo que alguna vez movió al país y que ahora parece sobrevivir gracias a la memoria de lo que fue. Sus calles silenciosas, su calor permanente y sus casas que resisten cuentan la historia de un territorio que lo tuvo todo y que, de manera silenciosa, quedó arrinconado entre dos cordilleras y un río que sigue fluyendo como si nada hubiera pasado.
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