El domingo 8 de junio amaneció como un día cualquiera en Paratebueno. El sol empezaba a trepar sobre los techos sin imaginar que a las 8:10 de la mañana el pueblo quedaría convertido en un sitio que apenas se parecía a sí mismo. Nadie tuvo tiempo de pensarlo: la tierra empezó a sacudirse con una fuerza que no había mostrado en generaciones. Un sismo de 6,5 grados, profundo y brusco, abrió las paredes, dobló los techos y dejó al pequeño municipio de Cundinamarca suspendido en una nube de polvo que tardó largos minutos en asentarse sobre lo que quedaba.
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Cuando el ruido se apagó, el silencio fue peor. El aire tenía ese olor a tierra abierta y a ladrillo molido que anuncia la pérdida. Las calles estaban cubiertas por trozos de casas que antes parecían inamovibles. Casi todo el casco urbano había cedido; cerca del 85% quedó arrasado en cuestión de segundos. En Santa Cecilia, la inspección que sintió el golpe en pleno centro, los vecinos salieron tambaleando, algunos con la ropa cubierta de polvo, otros con la mirada fija, todavía tratando de entender qué había pasado.
La iglesia, que había sido punto de encuentro, de fiestas patronales y de reuniones silenciosas, terminó cruzada por grietas imposibles. Los ingenieros que llegaron después marcaron las paredes con señales que lo decían sin rodeos: la mayoría no servía para nada. Las demoliciones empezaron casi de inmediato. El templo cayó primero, seguido por un grupo de casas donde aún quedaban retratos, juguetes o trastos que nadie había logrado rescatar. Otras viviendas, con daños menos severos, recibieron marcas que les daban una especie de respiro, aun cuando los dueños sabían que entrar implicaba un riesgo.
Mientras las máquinas trabajaban, el pueblo caminaba entre los escombros con una mezcla de resignación y sorpresa. Era difícil dar un paso sin sentir que debajo había parte de la vida de alguien. La escuela del centro poblado quedó reducida a un piso de baldosas que resistió contra todo pronóstico. Trece instituciones educativas en Paratebueno y otras once en Medina, el municipio vecino también golpeado, quedaron afectadas. Seis de ellas tuvieron que demolerse por completo. Si hubiera sido un día de clases, todos prefirieron no imaginar el balance.
Más de mil personas lo perdieron todo. No podían volver a sus casas y tuvieron que levantar, con lo que encontraran, refugios improvisados donde el calor del día los dejaba sin aire y las lluvias de la noche convertían el suelo en charcos fríos. Algunos grupos consiguieron lonas y pedazos de madera para armar espacios que al menos protegieran del sol. Otros tuvieron que esperar. Los colchones se mojaron, la ropa se llenó de barro y los alimentos empezaron a escasear, así que la comunidad decidió organizarse para cocinar en grandes fogones. Trescientas raciones para el desayuno, otras tantas para el almuerzo y la cena. La solidaridad llegó primero que cualquier institución.
En medio del desorden, siempre aparecía alguien con una bolsa de víveres, con botellas de agua, con un marrano que algún vecino decidió donar porque no había cómo refrigerarlo. La gente lo saló para conservarlo y repartirlo entre quienes más lo necesitaban. A pesar de haberlo perdido casi todo, los habitantes insistían en mantenerse juntos. Algunos se quedaron sobre los mismos lotes donde habían estado sus casas, aunque no quedara ni una pared. Otros se ubicaron en terrenos prestados mientras decidían si debían evacuar definitivamente.
El Ejército llegó con médicos, carpas y manos dispuestas a mover lo que aún podía rescatarse. También llegaron ayudas desde distintas partes del país, pequeñas y grandes, suficientes para recordarles que no estaban completamente solos. Entre los escombros se repetía la misma sensación: una mezcla de cansancio y gratitud que se cruzaba con el miedo a que volviera a temblar.
Paratebueno y Medina siguen ahí, pero ya no son los mismos. El terremoto dejó grietas que van más allá de las paredes. Sin embargo, en cada fogón comunitario, en cada grupo que alista un refugio mejor que el del día anterior, se nota algo que no se rompió: la necesidad de volver a empezar. Aunque todavía falten casas, escuelas e iglesias, aunque el paisaje siga cubierto de escombros, el pueblo avanza a su ritmo, con ese impulso silencioso de quienes han perdido mucho pero no se rinden. Porque, entre todo, sigue habiendo vida. Y eso, en un lugar que lucha por reconstruirse, ya es un comienzo.
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