No es difícil definir la intención del gobierno de Donald Trump con Venezuela. Es claro que existe una hostilidad manifiesta, aunque sus fundamentos argumentativos resultan de muy dudosa credibilidad. Eso de que los Estados Unidos libran una guerra que les han declarado organizaciones terroristas y narcotraficantes, y que están en realidad reaccionando contra esa agresión, para lo cual se valen de poderes especiales, resulta abiertamente exagerado y falso.
El tren de Aragua y el Cartel de los soles parecen más invenciones de gente escandalosa e interesada, que realidades con evidencia cierta. Lo cierto es que ni en los estudios de las Naciones Unidas sobre el tráfico de drogas, ni en los informes elaborados por entidades europeas encargadas del tema, pero, ni siquiera en las propias investigaciones de entidades estadounidenses serias, aparecen reseñas sobre el poder criminal y financiero de tales organizaciones.
En cambio, todas esas oficinas dejan claro que Venezuela no ocupa ningún papel importante en el tráfico de drogas hacia los Estados Unidos. Países como Colombia, en primer lugar, Ecuador, Perú y Bolivia sí juegan un rol considerable. Del mismo modo, las rutas para el ingreso de cocaína a los Estados Unidos se cumplen fundamentalmente por el Océano Pacífico, vía México, y en todo caso, si un porcentaje va por el Caribe, de Venezuela es de donde menos sale.
Así que es claro, para quien no esté enajenado por el fanatismo político, que son otras las razones del gobierno de los Estados Unidos para desplegar esa gigantesca presencia militar en el Caribe. Inicialmente, se dijo que tenía por objeto interceptar embarcaciones que transportaban droga hacia ese país, dando lugar a la aniquilación física de naves y ocupantes sindicados de narcotráfico, sin la menor prueba ni procedimiento legal.
Ningún poder está autorizado para acusar y ejecutar personas sin un juicio previo.
Lo cual, de entrada, y muy a pesar del poderío de los Estados Unidos, así como de su desvergonzada pretensión de guardián de la democracia y los derechos humanos, pone de presente la más abierta violación, no solo de las normas más elementales del derecho internacional, sino de los principios básicos de humanidad reconocidos por todos los países del mundo. Ningún poder está autorizado para acusar y ejecutar personas sin un juicio previo.
A menos que se trate de un poder criminal, como el de las organizaciones mafiosas en las que prima la violencia ciega. Ningún Estado puede darse el lujo de obrar así, ni ninguna persona que se precie de una mínima decencia puede aceptarlo. Al delincuente se lo debe capturar, juzgar debidamente y, si es el caso, condenarlo. Pero, matar gente así, sin que se esté resistiendo y menos atacando, es un asesinato, o, como dicen hoy, una ejecución extrajudicial.
Pese a esto, las cosas no se detuvieron ahí, subieron de nivel. La amenaza de agredir a Venezuela, bien sea mediante una invasión de tropas norteamericanas, o bombardeando instalaciones de diversa naturaleza, o, incluso, mediante la ejecución de acciones de las tropas especiales o comandos. Como si se tratara de una novia caprichosa, Donald Trump deja entrever en sus declaraciones a la prensa, que cualquier cosa de esas puede suceder.
Y con una justificación que no puede ser más rebuscada. Acusar al presidente venezolano de ser la cabeza de un cartel narcotraficante y terrorista, nuevamente el recurrido de los soles. De hecho, antes de declarar a este como organización terrorista, ya los Estados Unidos ofrecían 50 millones de dólares de recompensa por el Nicolás Maduro. Algo carente de la menor lógica jurídica o política, pero que permite descifrar su verdadera intención, derrocarlo.
Para poner en su lugar a un gobierno de sus simpatías. O sea, un gobierno que le retorne a las compañías petroleras norteamericanas el control sobre el recurso petrolero de Venezuela, la reserva más grande del planeta. Esto no puede ser descrito sino como la voluntad arbitraria y despótica del gobierno de un país que se considera con el derecho de imponer su voluntad a todos los demás, en particular a los de su considerado patio trasero.
Principios reconocidos por el derecho internacional, como el de la autodeterminación de los pueblos, o la prohibición de intervenir en los asuntos internos de un Estado soberano carecen de la menor relevancia, en una conducta que pone de presente el imperio absoluto de la fuerza bruta. No sorprende que todos los voceros de la ultraderecha colombiana miren con buenos ojos y aplaudan semejante ostentación de arbitrariedad y arrogancia.
Y que incluso pretendan que se repita algo así con el gobierno de Colombia. Abelardo de la Espriella se ufana de haber ido a los Estados Unidos a convencer su gobierno de que Petro era un narcotraficante. Ya conocemos las consecuencias. Ahora, el escándalo de Caracol sobre una colaboración de autoridades colombianas con las disidencias, ahonda en lo mismo. Que Trump, como salvador celestial, venga a impedir otro temido triunfo electoral del progresismo.
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