Opinión

De la voz a la pantalla: cómo la televisión cambió los derechos y la democracia colombiana

En la era de la televisión, el petróleo y la Guerra Fría, Colombia dejó de escucharse y empezó a verse: así cambiaron los derechos, el Derecho y el Estado.

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noviembre 13, 2025
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En la segunda mitad del siglo XX, Colombia experimentó un cambio profundo: la imagen reemplazó a la palabra como base de legitimidad, transformando los derechos humanos, el Derecho y la gobernanza.

La llegada del televisor, del petróleo, de la urbanización masiva, de las telecomunicaciones satelitales, de la biomedicina moderna y del conflicto global de la Guerra Fría alteró la arquitectura del Estado colombiano sin que sus instituciones, creadas para un país rural y de baja densidad informativa, pudieran adaptarse.

La televisión introducida por Rojas Pinilla no fue solo un artefacto doméstico: fue un nuevo modo de ejercer el poder. Por primera vez, el Estado podía aparecer directamente en el hogar, sin mediaciones, sin plaza pública, sin debate previo. La imagen creó un derecho distinto: el derecho a la información como necesidad cotidiana y no como privilegio. Pero también creó su sombra: el derecho implícito a no ser manipulado por gobiernos que descubrieron que podían gobernar más por percepción que por ley.

La democracia dejó de ser deliberativa y empezó a ser emocional: la audiencia reemplazó al cuerpo electoral, la reacción a la reflexión. De ese desplazamiento nació una ciudadanía más amplia pero más vulnerable, porque la imagen, más rápida que el Derecho, podía moldear la opinión pública sin que existiera un marco institucional para regularla, el raiting que llaman.

Al mismo tiempo que el país experimentaba cambios físicos, el petróleo desplazó al café como motor económico principal.  Este cambio trajo consigo la tecnocracia, la ingeniería estatal y la regulación moderna. La urbanización, a su vez, generó una demanda sin precedentes de servicios públicos esenciales como agua, vivienda, transporte y otros, que el viejo Estado centralista no estaba preparado para manejar.

De ese vacío nacieron nuevos derechos humanos, no por decreto sino por carencia: derecho al ambiente sano, a la movilidad, a una vivienda mínima, a la salud, a la seguridad social, a la igualdad real entre campo y ciudad. Pero la Constitución de 1886 no tenía herramientas para convertir esas necesidades en obligaciones exigibles. La brecha entre derecho proclamado y derecho vivido se volvió abismo.

La Guerra Fría reforzó ese desbalance. Bajo la doctrina hemisférica de seguridad dictada por EE. UU, el Estado asumió que la estabilidad justificaba la excepción. Los estados de sitio se volvieron permanentes; la protesta, amenaza; la universidad, foco de sospecha; los sindicatos, pieza incómoda del orden político.

El derecho penal se volvió herramienta de control y los derechos civiles y políticos quedaron bajo la sombra del miedo. El Derecho pasó de garantizar libertades a administrar riesgos. Pero esa misma presión abrió grietas para conquistas decisivas: el voto femenino, la caída del estupro, el surgimiento del feminismo, la fuerza del movimiento estudiantil y la protección jurídica de la niñez. Los derechos como la vida se abrían a paso en la adversidad...

Pero la tecnología no solo trajo modernización; trajo globalización criminal. Con la aviación, las rutas aéreas clandestinas y la comunicación internacional, el narcotráfico surgió como un actor con más recursos, logística y capacidad simbólica que el propio Estado. Cada atentado era un mensaje y cada bomba, un acto audiovisual. La televisión convertía el terror en narrativa nacional.

El derecho a la vida se volvió estadística; el derecho a la seguridad, un grito colectivo; el derecho a la justicia, un avatar de la suerte. El Derecho respondió como pudo: extradición, justicia militar, reformas penales fragmentarias. La gobernanza empezó a descomponerse porque el Estado mediático podía aparecer, pero no podía proteger.

En medio de esa tensión, Colombia también avanzó, el país realizó trasplantes pioneros, produjo tecnología médica como la válvula del Dr. Hakim, construyó hidroeléctricas, carreteras que alteraron territorios y crearon nuevas obligaciones estatales. La educación a distancia permitió que miles aprendieran por radio o televisor; la cultura se masificó; el deporte se volvió símbolo nacional. Pero todos esos avances exigían regulación, y el viejo Derecho no podía procesar tantas demandas simultáneas.

La tragedia de Armero reveló un nuevo tipo de responsabilidad: ya no era suficiente que el Estado reaccionara; debía prever. Y la toma del Palacio de Justicia dejó al descubierto la fragilidad institucional y la tensión irresuelta entre fuerza pública y garantías judiciales.

La imagen del país quedó partida entre el discurso oficial y la evidencia cruda transmitida en directo. Allí se rompió definitivamente la promesa de la Constitución del 86, el presidente de la época no gobernó ante la toma, nos pusieron un partido de futbol mientras el holocausto devoraba la verdad por la que hoy en día todavía discutimos.

La tecnología había ampliado los derechos, pero el Derecho no sabía protegerlos

Hacia finales de los ochenta, Colombia vivía una paradoja: era un país moderno que operaba con instituciones ortodoxas y anquilosadas. La tecnología había ampliado los derechos, pero el Derecho no sabía protegerlos.

La democracia se había vuelto visible, pero no representativa. El gobierno podía hablar y mostrarse, pero no gobernar. Ese agotamiento jurídico, político y tecnológico, hizo inevitable la Constitución de 1991, que sería el intento de construir un Estado capaz de convivir con la velocidad del mundo que llegaba. Cuando la tecnología llegó en la política, en lo jurídico y en la Garantía de los derechos, no estábamos listos, la política entonces reaccionaba a la inversa para retardar el desarrollo.

En cuarta columna y última columna se explicará justamente eso: cómo la era digital, las redes, el algoritmo y la inteligencia artificial transformaron de nuevo los derechos, el Derecho y el gobierno, y por qué la Colombia de hoy vive una transición tan profunda como la de hace un siglo, y como entonces, no estamos listos para eso.

@Hombre Jurista

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