El 2 de noviembre se conmemoró un año más del vil asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, uno de los últimos políticos con verdadera formación de estadista que tuvo Colombia. Fue un hombre que denunció sin titubeos el régimen corrupto que, lamentablemente, aún nos gobierna: una alianza de complicidades entre los actores del poder que ha capturado al Estado y degradado la política.
Álvaro Gómez recordó que la política no es un negocio ni una empresa para enriquecerse, sino el arte de gobernar a los pueblos con ética, justicia y visión de nación. En sus años maduros replanteó sus ideales, y su papel como copresidente de la Asamblea Constituyente de 1991 fue decisivo para transformar el país y abrirle paso a una nueva institucionalidad.
Su pensamiento, decencia y visión crítica del poder son legados que su familia, sus allegados políticos y el mundo académico conocen mejor que nadie. Sin embargo, su verdadera herencia pertenece al pueblo y a la historia de un gran líder de derecha que dignificó la política y que, sin duda, mereció ser presidente. Pero los fanatismos, los odios y los intereses mezquinos se lo impidieron, mientras otros de menor talla moral y política ocuparon la presidencia.
Hoy, su lucha contra el régimen corrupto sigue más vigente que nunca. Resulta paradójico que uno de los gobiernos que se dice del cambio esté acompañado por el expresidente que él denunció por sus presuntos nexos con el narcotráfico y la corrupción. La historia, en efecto, es extraña y paradójica.
Tal vez este aniversario pase sin el ruido mediático que suelen tener otras conmemoraciones, porque Gómez Hurtado perteneció a la derecha. Pero su asesinato fue también un golpe contra la democracia, y su legado trasciende las fronteras ideológicas. No es propiedad de una familia ni de un partido, sino patrimonio de la nación.
Por eso resulta indignante ver cómo algunos pretenden apropiarse de su nombre y de su movimiento político —Salvación Nacional— para usarlo como marca electoral en beneficio propio. Que su sobrino promueva, en nombre de Álvaro Gómez, a personajes sin méritos ni coherencia ideológica, como el señor De la Espriella, constituye una afrenta a la memoria del mártir y una burla al pensamiento político que representó, además de un pretendido engaño a la sociedad.
Álvaro Gómez Hurtado no fue un político más: fue la conciencia moral de una derecha que, si hubiese aprendido de él, hoy no estaría tan degradada. Su voz, su denuncia y su ejemplo siguen siendo una brújula ética en medio de la crisis moral del poder.
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