En tiempos de cinismo ilustrado, nada parece más sospechoso que la bondad. Lo digo con cierta vergüenza: he dedicado años a analizar las causas estructurales de la pobreza, a diseccionar sus lógicas, a denunciar sus raíces coloniales y capitalistas. Pero he ayudado poco o nada.
Mientras elaboraba marcos teóricos sobre la desigualdad, alguien como Camilo Cifuentes salía a la calle con una cámara, una sonrisa y algo de dinero para aliviar, aunque sea por un instante, la intemperie de otro. Y, sin embargo, es a él —no a nosotros, los críticos de lo estructural— a quien se le exige pureza.
Se le acusa de narcisismo, de espectáculo, de reproducir la lógica del like. Se le reprocha no cambiar el sistema, como si alguien que regala un desayuno tuviera que reformar la economía política mundial.
Vivimos en una época en que es más respetable escribir un ensayo sobre la empatía que practicarla.
Quizás la sospecha se volvió nuestro escudo moral. Nos protege del compromiso. Desconfiar de todo nos absuelve de actuar. Convertimos la compasión en objeto de estudio, el dolor en estadística y la miseria en tema de panel. Nos interesa el pobre como categoría, no como persona. En cambio, cuando alguien se detiene, mira, compra una empanada y paga el doble —sin rostro, sin discurso, sin agenda— nos resulta insoportable. Porque nos recuerda lo que dejamos de hacer.
No defiendo la caridad vacía ni la limosna que perpetúa jerarquías. Pero tampoco acepto la justicia sin alma, la que distribuye equitativamente el hielo. La justicia que no está transida de misericordia no es realmente humana. Si la estructura no se conmueve, se convierte en maquinaria. Si la teoría no se encarna, se convierte en retórica.
Y pienso en mi papá. En su manera tosca, directa, incorruptible de entender la justicia: ayudando al otro sin pronunciar la palabra “ayuda”. Un hombre cuya ética cabía en un gesto, no en un tratado. Mis análisis sesudos seguramente le darían risa; tal vez ni me entendería. Pero él encarna —sin saberlo— la justicia que yo tanto cacareo.
Camilo Cifuentes, con todos sus límites, hace algo que nuestra intelectualidad ha olvidado: tocar el dolor sin pedir permiso académico. Quizás por eso incomoda tanto. Porque donde nosotros diagnosticamos, él consuela. Donde nosotros escribimos papers, él escucha. Y aunque su acción no cambie el mundo, lo hace —al menos por un rato— menos cruel.
He llegado a sospechar que la auténtica revolución no será solo estructural ni solo discursiva, sino también misericordiosa. Tal vez un día logremos que la justicia deje de ser un concepto y vuelva a ser un gesto.
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