La lambonería es la compañera perfecta de la mediocridad. Pretender ascender en la vida apelando a la adulación ya no es tan mal visto como antes.
Hace unos días, la escritora Irene Vallejo recordaba la figura del parásito romano conocido como ganapán: un hombre dispuesto a exagerar elogios con tal de ganarse unas aceitunas en el banquete.
A un militar egocéntrico, por ejemplo, le decía: “Me han contado que en la India, de un puñetazo, le rompiste la pata a un elefante”. El soldado, orgulloso, respondía: “Así es, pero creo que no te dijeron que lo hice descuidadamente”. Y el ganapán, con astucia, remataba: “Claro, si lo hubieras hecho con toda tu fuerza, lo habrías atravesado del vientre a la boca”.
Del halago a la dominación
Admirar a alguien no debería convertirse en adulación. El verdadero peligro está en el zalamero, porque, como decía Facundo Cabral en sus recitales, “nadie acaricia tanto al caballo como aquel que quiere montarlo”. En otras palabras, dejarse halagar es, casi siempre, dejarse dominar.
Una costumbre que sigue vigente
Decía al inicio que ya no es tan mal visto, porque quien aplica con juicio las técnicas de un lamezuelas puede llegar lejos, incluso convertirse en candidato presidencial o, quién sabe, en presidente.
A veces pareciera que nuestra novelesca cotidianidad también saliera de la pluma del comediógrafo Plauto, donde los ganapanes siempre encuentran espacio para prosperar.
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